martes, 18 de noviembre de 2014

"Tengo miedo, ¿nos vamos?": Los tensos momentos del Italia-Croacia desde dentro

Davor Šuker se llevó las manos al rostro compungido. Šuker regresaba al Meazza después de muchos años. Cuando todavía aterrorizaba a las defensas de medio mundo, Šuker había pisado el estadio de Milán… pero nunca salió contento de allí. Con una de las mejores selecciones yugoslavas de siempre perdió 4-1 contra Alemania en el Mundial de Italia’90 y salió con el rabo entre las piernas con el Real Madrid en 1998. Han pasado mil cosas desde entonces: Šuker ha engordado, y además es presidente de la Federación Croata de Fútbol. El sorteo de la UEFA le permitía buscar la venganza sobre San Siro, no de corto, sino de traje y corbata. Avergonzado por algunos de sus paisanos, Davor sabía que aunque Mandžukić anotase el gol de la victoria ajedrezada, no se sentiría victorioso en el estadio que hace que el negro combine de maravilla con el azul y el rojo.
Milán se despertó con el despertador más habitual de una gran urbe: una sirena. La Polizia se adecuaba para lo que se suponía como un domingo cualquiera que el barrio de San Siro acoge un evento de enorme calado. Antes de la hora Champions, cuando estaba previsto el final de la ceremonia de los himnos, la capital lombarda disfrutaba de lo mejor que tiene un partido de selecciones, que no es otra cosa que el colorido de las dos masas de aficionados pintando las infinitas calles de la ciudad. Desde el inicio del Corso Buenos Aires, hasta la Via Brera y la Metro Wagner tenían decenas de reducidos grupos de croatas paseando orgullosos sus bufandas con los colores de su tierra y las camisetas rojiblancas a cuadros. Algunos, no todos, desayunaban una botella de Birra Moretti, y otros preferían la Birra Menabrea.
Vale la pena recordar que los antiguos países yugoslavos hacen frontera con el noreste de Italia. De hecho, hay quien considera a los triestinos como eslovenos afincados en Italia, más por su acento ininteligible que por otra cosa. De Umag, la ciudad más cercana a la frontera croato-eslovena a la zona más céntrica de Milán hay algo más de 450 kilómetros, que se pueden recorrer cómodamente en algo menos de cinco horas en coche y las combinaciones de trenes no son especialmente malas. Es decir, la situación y el evento eran propicios para que el rojiblanco pudiese competir con honra con el azzurro en los graderíos del Meazza.
Italianos y croatas se encontraban por doquier y nadie ni nada alteró el perfecto orden de la ciudad más poderosa del país de Da Vinci. Los croatas pedían amablemente a los nativos que les sacaran una instantánea de su visita, y estos aceptaban gustosos. Aunque bien es verdad que el nuevo y todopoderoso palo extensible que sujeta los smartphones para sacar fotos se imponía sobre los métodos más tradicionales de fotografía.
Hay tres líneas de metro en todo Milán y lo cierto es que para momentos de máxima aglomeración resultan escasas. Aun si tenían que ir apretados, no había ni un ser vivo que pusiera el grito en el cielo, ni local ni forastero. Todos viajaron hasta la parada Lotto sin queja y con el ánimo de presenciar un espectáculo balompédico propio de una Eurocopa. Una vez los pasos de los aficionados los acercaban más y más a San Siro, los ánimos se iban caldeando en el mejor de los sentidos. Unos gritaban ‘¡Italia, Italia!’ y otros respondían con la impronunciable (para el autor) ‘Hrvatska’ (Croacia en croata). Los italianos se dirigían sin dilación hacia las puertas de entrada, eso los que no tenían que pasar por las abarrotadas taquillas para suplicar un último billete. Los croatas, en cambio, se acumulaban entre las rejas destinadas para la afición visitante. Una jaula para humanos que sólo se abre cuando el acceso al recinto resulta seguro según la apreciación de las fuerzas de seguridad.
Entrar al Giuseppe Meazza es fútbol en sí mismo. Por desgracia, hoy en día sus gradas multicolor sólo se llenan cuando hay un partido importante, o juega la Nazionale. El domingo era el día. Más de 70.000 personas ocupaban sus asientos y se dejaban oír. A decir verdad, los que se dejaban oír eran los miles de croatas que superaban ampliamente los puestos designados a los seguidores visitantes y tuvieron que ser repartidos por los gallineros de la curva sur y buena parte de la tribuna oeste. Cánticos y más cánticos para alentar a los Modrić, Rakitić, Ćorluka y compañía. De hecho, quienes animaban el cotarro eran ellos, no los locales. Los italianos se saben decenas de canciones para sus clubes, pero no pasan del ‘¡Italia, Italia!’ cuando juega su país. Eso sí, cuando cantan el himno cualquiera se derrite.
EL INICIO DEL ESPERPENTO
El partido, más allá de la cantada de Buffon, la lesión de Modric y el repaso táctico de Croacia a Italia dejó poco. Sin Pirlo, Montolivo ni Verratti, Italia no tiene ni la más mínima idea de qué hacer con la pelota. La noticia residía en la grada. Los croatas ya están fichados. La UEFA y la FIFA saben que la afición de esa nación gusta de ‘jugar con fuego’. Durante el primer tiempo, algunas luces provenientes de bengalas se encendían y se apagaban en las gradas donde estaban los más radicales, como una triste anunciación de lo que estaba por llegar. Cuando Perisić superó a Buffon, surgió la primera tensión en la grada italiana, la gran mayoría, obviamente. Un enorme petardo que retumbó como si de una bomba se tratase celebraba el tanto del empate y la primera bengala tocaba el césped del Meazza.



“Tengo miedo, me dan mucho miedo los fuegos de artificio”, decía una chica italiana en la grada. Su pareja trataba de animarla prometiéndole que no le iba a pasar nada, sin que tal extremo se pudiese asegurar, claro. Los croatas de la tribuna saltaban y festejaban el gol de Perisić, pero se asustaron cuando oyeron tanto la primera como la segunda explosión.
Nada pasó hasta el último cuarto de hora del partido. Croacia había perdido el control que había tenido durante todo el choque e Italia intentaba aprovechar el empuje de Graziano Pellè para ganar. Como sabiendo del dominio azzurro, esos ‘individuos’ decidieron que había que cortarlo como fuera. Luces y más luces se encendían en las dos esquinas del fondo sur. Unas rojas, otras verdes, alguna amarilla, fueron cayendo sin pausa a la hierba. Buffon, que cubría esa meta, se resistía a abandonar el campo como así había ordenado Björn Kuipers. Varias bengalas aterrizaron a su alrededor, y él, firme como una estatua, no titubeaba.
“Tengo miedo, ¿nos vamos?”, dijo la chica. Fue entonces cuando los croatas de la tribuna empezaron a insultar a sus propios paisanos. Les hacían gestos ostensibles para que pararan, pero los exaltados no hacían caso a nadie. La megafonía pedía en vano que cesara el lanzamiento de bengalas al campo, tanto en italiano como en croata. De pronto, varias filas de las gradas conflictivas se vaciaron. De lejos, parecía que alguien hubiese interpuesto una enorme tela negra entre los radicales y la valla que les separaba de la grada de abajo, pero el brillo de los cascos delataba la apretada fila de policías vestidos de asalto que ocuparon ambas esquinas. Un croata salía del Meazza en camilla y con collarín. La chica, temblorosa y muy nerviosa, se marchaba antes incluso de que se cumpliese el tiempo. “Si marca Croacia quiero estar bien lejos”, se le oyó decir. No marcó Croacia.

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