lunes, 19 de noviembre de 2007

Violencia, un gol al fútbol

Ningún país se escapa a la enfermedad. Ayer, en el partido entre los filiales del Colonia y del Bayer Leverkusen, la policía alemana detuvo a ciento ochenta hinchas locales que lanzaron botellas abiertas a los simpatizantes del once visitante. Desgraciadamente, tiene que haber muertes para que los políticos y los dirigentes del fútbol reaccionen. Hace una semana, fue el disparo de un policía italiano, Luigi Spaccarotella, el que acabó con la vida de Gabriele Sandri, un aficionado del Lazio, pero no se puede olvidar que dos grupos de seguidores, del Juventus y del Lazio, se estaban enfrentando en un autoservicio. El fallecimiento de Sandri, como el del policía Filippo Raciti el pasado mes de febrero, han puesto en tela de juicio a una nación, Italia, que es la vergüenza de Europa. Tiene sin aprobar la asignatura pendiente de la violencia. No porque haya fracasado, sino porque no se ha presentado al examen. Hoy, Italia mira a España e Inglaterra como ejemplos.
Gran Bretaña: De Heysel a una labor ejemplar
El cáncer de los ultras puso a Gran Bretaña como vergüenza universal en la tragedia de Heysel, en 1985. El 29 de mayo de aquel año, una avalancha de espectadores en la final de la Copa de Europa entre el Liverpool y el Juventus, protagonizada principalmente por los «hooligans» ingleses, acabó con el balance de 39 muertos (34 italianos, dos franceses, dos belgas, un británico) y 600 heridos.
El desastre provocó la mejor reacción de un estado para aniquilar esa plaga. La «Premier» inglesa maniató a los violentos con medidas que el vecino italiano estudia, sin atreverse a ponerlas en práctica.
Aquel holocausto, hace veintidós años, suscitó una revolución legislativa, policial y ejecutiva del Gobierno de Londres. Inglaterra admitió sin rechistar la suspensión de sus equipos en las competiciones europeas durante un quinquenio y las autoridades se pusieron manos a la obra. Trazaron un plan integral, apoyado en revolucionarios cambios legales y judiciales efectivos.
Se dictaminó que los partidos se jugaran en horario diurno, a la hora de comer, para eludir el problema del alcoholismo. Se aprobó la detención temporal en las comisarías, durante las horas de los partidos, de los seguidores que fueran detenidos por altercados y conductas violentas. Y se implicó a los equipos en la asunción de responsabilidades y en la desaparición de los grupos más extremistas.
La reforma tuvo un efecto inmediato. Hoy, dos décadas más tarde, esta persecución legal ha supuesto que los disturbios sean escasos y se produzcan lejos de los campos. Emili J. Blasco informa desde Londres que el último asesinato relacionado con el fútbol se produjo el 5 de junio de 2006, cuando Allan Tees, de 29 años, mató a Kevin Keegan, de 46, cerca de su casa de Glasgow, por decir que deseaba que Brasil venciera a Inglaterra.
Este año, los incidentes se han circunscrito a peleas entre seguidores del Leeds y del Millwall, y a las agresiones sufridas por aficionados del Carlton y del Wrexham en los trenes. Es el lugar que han encontrado para eludir a la Policía.
España: Los clubes pasaron a la acción
El problema de la violencia ha sido atacado eficazmente por España en los últimos quince años. Las medidas de seguridad de la Liga Profesional dentro y fuera de los estadios, el control policíaco de las aficiones extremistas y la actuación de presidentes como Florentino Pérez y Joan Laporta, a la cabeza de la manifestación, fueron esenciales. Una realidad que contrasta con los dirigentes italianos, que se rindieron ante la primera llamada anónima.
España ha triunfado en su objetivo por haber ejecutado cuatro claves concretas. Primero, la coordinación constante entre la Policía y los clubes. Segundo, la aplicación de sistemas de vigilancia perenne de los grupos peligrosos. Tercero, la enorme inversión tecnológica para conseguir este control tanto en los estadios como en sus aledaños. Y cuarto, la implicación total de los dirigentes de los dos clubes más grandes, que hicieron de correa de transmisión con los demás equipos en su relación con los grupúsculos más agresivos.
Florentino Pérez ganó la presidencia del Real Madrid en julio del año 2000 y nada más presentar a Figo comenzó su política de acabar con los «Ultra Sur». Joan Laporta siguió la misma pauta en el Barcelona. Aniquiló existencialmente a los «Boixos», a pesar de que su casa se viera pintada con dianas de amenaza.
Esta valentía ha sido determinante para nuestro deporte. El último fallecimiento relacionado con el balón se produjo el 9 de octubre de 2003. Manuel Ríos, seguidor del Deportivo, murió a trescientos metros del campo del Compostela por una patada en el hígado propinada por un seguidor de su propio equipo, que intentó defender a un simpatizante del «Compos». Era la duodécima víctima del fútbol español.
Iberoamérica: Un problema ligado a la pobreza
Mucho peor es la situación en Iberoamérica, donde los muertos, los disparos, las agresiones y los secuestros se suceden cada semana desde Honduras a Argentina, pasando por Colombia, Brasil, Ecuador, Honduras y Bolivia. La lista sería interminable. El caldo de cultivo americano de esa plaga es muy diferente al europeo y de difícil solución, porque está ligado a la pobreza. Argentina es el país más violento en la historia de este deporte, pero sus vecinos se codean en esta clasificación. La última moda, los secuestros, comenzaron en Colombia, Argentina y Uruguay y se han extendido a Honduras, Bolivia y Ecuador.
Italia: Cobardía e interés económico
«Los muertos forman parte del sistema, el “calcio” no se puede suspender». Esta declaración define el estado de gravedad moral que vive el fútbol italiano, tristemente líder europeo de esta crisis de valores. La realizó Antonio Matarrese, presidente de la Liga Profesional del «calcio», el 2 de febrero, horas después del asesinato del policía Filippo Raciti, quien intentaba apaciguar a los bárbaros del Catania y del Palermo en el clásico siciliano.
Desvelaba la huida hacia adelante que políticos y dirigentes del fútbol han protagonizado en ese país durante décadas. Una falta de autoridad que se apoyó en ocho años —desde 1995 a 2003— en los que no hubo muertos en la Primera división. Los sucesos en las categorías inferiores se consideraron explosiones marginales.
Ocho temporadas en las que se alimentó a los ultras con la concesión de localidades que los radicales vendían para vivir. Ocho campañas en las que crecieron los gestos nazis en los estadios, mientras jugadores como Paolo di Canio emulaban a los ultras, brazo en alto, para ganarse su apoyo.
Ocho ligas en las que los «tifosi» de muchos equipos exhibieron su xenofobia. Fue habitual el racismo contra muchos futbolistas extranjeros, los insultos a jugadores del propio club, sin que los directivos abrieran la boca. Simplemente, pedían resignación a los afectados. No podían hacer nada, justificaban los cobardes del palco.
El monstruo fue creciendo y los dirigentes le dieron de comer. Vincenzo Spagnolo, el seguidor del Génova asesinado en 1995 por seguidores del Milán, fue interpretado como un caso aislado. La ausencia de fallecimientos a lo largo de ocho cursos engordó un ambiente en el que los grupos organizados eran los reyes de la grada.
En 2003 se produjo la primera advertencia de esta realidad insostenible. Sergio Ercolano, un tifosi de 19 años, era asesinado en el partido Avellino-Nápoles. Era el decimotercer fallecido en la historia futbolística del país. Pero el «calcio» centrifugó el suceso dentro de sus fronteras y siguió sin adoptar medidas. Hasta que 13 de abril de 2005 se produjo el primer aviso de una enfermedad nacional que todo el planeta observó. Aquel día, un gol anulado a Cambiasso provocó la suspensión del partido Inter-Milán en la Liga de Campeones. El lanzamiento de objetos colocó a Italia como «la vergüenza de Europa». Se volvió a hablar mucho. Y se hizo poco.
Ahora, dos años más tarde, tres fallecimientos en el plazo de diez meses han puesto al Gobierno, por fin, en alerta y a los clubes en posición de quitarse la careta. El primer suceso trágico se produjo el 26 de enero, en un partido del campeonato «amateur». Ermanno Licursi, dirigente del Sammartinese, recibió una paliza de los aficionados del Luzzi.
Una semana después, el 2 de febrero, se iba a guardar un minuto de silencio por esta calamidad. Se rerservaron dos minutos, pero para dos semanas más tarde, pues el policía Filippo Raciti moría a consecuencia de los golpes recibidos por intentar frenar a los ultras del Catania y del Palermo.
Comenzó entonces una aplicación de medidas políticas y policiales que han surtido cierto efecto, pero el cáncer persiste, pues los forofos continuaron recibiendo localidades de los clubes, dadas las amenazas sufridas por los directivos. «Hay que ser menos hipócritas», manifiesta Donadoni.
Se aprobó la creación de un Observatorio, formado por policías y responsables de seguridad, según informa Alberto Cerruti desde Milán. El Observatorio tomó decisiones como las de prohibir que los forofos del Nápoles pudieran ver a su equipo en las canchas del Inter y del Roma, o que los del Milán acudieran a Génova. Pero cuando intentó imponer la disciplina inglesa, se topó con los intereses económicos.
El fallecimiento de Gabriele Sandri ha vuelto a calentar el horno de la aplicación de medidas estrictas y el Observatorio ha chocado con un muro. Quiso copiar a la «Premier» y colocar partidos como el Inter-Juventus en horario diurno, con el fin de evitar el litigio del alcohol. Pero ha chocado con el negocio. Con la negativa de los clubes y de las televisiones, que exigen ofrecer los mejores encuentros en «prime time».
Tras la muerte de Sandri, se detuvo a muchos violentos que se tomaron la justicia por su mano. sin embargo, muchos fueron soltados al cabo de dos días. Faltan leyes efectivas. Los directivos, por su parte, no se atreven a negar localidades a sus forofos, porque el campo se queda vacío. Negocio.
Iván Ruggeri, presidente del Atalanta, regala ahora entradas para los niños. Coge la palabra de Cannavaro, quien manifestó desde Madrid que «tengo la suerte de jugar en el extranjero, en un club que tiene una grada perfecta, llena de niños y sin violencia».
Los italianos que juegan en España observan con tristeza lo que sucede en su tierra. Moretti, defensa del Valencia, subrayaba que «la solución no está en los equipos, sino en el Gobierno, que tendría que buscar una forma de solucionar esto», según informa Raúl Cosín. «Tanto los clubes como las autoridades deben poner fin a esta barbaridad», señala Storari, portero del Levante. Kaká ha puesto el dedo en la herida: «Si esto sigue así, podría considerar dejar de jugar en Italia». La pérdida de prestigio del «calcio» es mortal.

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