martes, 17 de julio de 2018

El deporte intenta reconciliar a la antigua Yugoslavia

Más de veinte años después del final de la guerra, la ciudad bosnia de Mostar sigue siendo una ciudad dividida. De un lado de su puente del siglo XVI, la mayoría de la población es bosniaca (musulmana), en el otro se concentra la minoría bosniocroata (católica). Durante largas épocas de su historia, ambos pueblos vivieron en paz, pero la destrucción del puente por las tropas bosniocroata en 1993 simbolizó la ruptura de la convivencia y una época de enfrentamientos fratricidas entre los pueblos de los Balcanes. En 2004 se reconstruyó el puente, pero el extraño ambiente en Mostar durante la final del Mundial de fútbol, que enfrentó a Francia con Croacia, sugiere que la reconciliación todavía no ha llegado a los Balcanes.
La inesperada serie de victorias de la selección croata en el Mundial de fútbol ha desatado una fiebre patriótica en Croacia, instrumentalizada por hábiles políticos como la presidenta del país, la conservadora Kolinda Grabar-Kitarović. La hasta ahora desconocida dirigente croata se ha ganado la admiración de aficionados de todo el mundo con gestos como acudir a los partidos con la camiseta de su selección, bajar a abrazar a los jugadores al vestuario o celebrar un Consejo de Ministros en el que todos los miembros del gabinete lucían la equipación de Croacia. Algunos tuiteros han rebajado el entusiasmo despertado por la presidenta croata, recordando sus políticas reaccionarias respecto a gitanos y refugiados.
El entusiasmo por las victorias de Croacia en el Mundial no parece haberse extendido al resto de los Balcanes. El recuerdo de las masacres cometidas por ejércitos y grupos paramilitares de diversos pueblos durante las guerras de los noventa parece más fuerte que el de la antigua Yugoslavia, cuando jugadores de diversas procedencias participaban juntos en los campeonatos internacionales. La permanencia de las divisiones fue visible en Mostar durante la final, el pasado domingo. En el lado bosniocroata de la ciudad, la expectación era absoluta horas antes del partido. Los bares estaban forrados con los cuadros rojos y blancos de la selección y coches embanderados recorrían las calles. Durante el partido, los bares estaban repletos y la emoción de ver Croacia a un paso del triunfo se palpaba entre los aficionados, bosnios de nacionalidad pero croatas de corazón.
En el lado bosniaco (término con el que se conoce a la mayoría musulmana de Bosnia-Herzegovina) no parecía que se estuviese jugando ningún partido importante. Las calles estaban tan poco concurridas como cualquier domingo y el sol abrasador de julio golpeaba en silencio las ruinas que todavía quedan desde el asedio de la ciudad en 1992 y 1993. Todo el mundo recuerda el empeño por destruir el rico patrimonio histórico de la ciudad del dirigente bosniocroata Slobodan Praljak, que se suicidó con cianuro cuando el Tribunal de La Haya lo condenó a veinte años de prisión, en 2017.

En algunos bares del lado bosniaco ponen el partido, pero el público parece dividido. Algunos celebran discretamente los goles de Croacia, mientras otros no dudan en festejar los de Francia. Sin embargo, cuando el equipo francés recibe la Copa del Mundo, en los bares del lado bosniaco de Mostar no reina la alegría del aficionado que ha visto su equipo ganar, sino más bien la indiferencia o el alivio del que quería ante todo que perdiese el otro. En los bares bosniocroatas, cada uno asume la derrota como puede. Unos jóvenes visiblemente enfadados tiran los petardos que traían para la celebración y encienden desafiantes unas bengalas. Otras (mujeres, la mayoría) optan por celebrar la hazaña de su equipo, que ha rozado la Copa del Mundo cuando nadie se lo esperaba.
La compleja relación entre deporte y política en los Balcanes también se ha manifestado con la victoria del tenista serbio Novak Djokovic en Wimbledon. En Montenegro, que fue parte de Serbia hasta su independencia en 2006, la afición estaba de parte de Djokovic, al menos en el pueblo costero de Herceg-Novi. La fidelidad a su histórico aliado pareció imponerse a los resquemores derivados de la ruptura de la federación de Serbia y Montenegro, el último episodio del largo proceso de desmembración de la antigua Yugoslavia iniciado en 1991. En el bar de la estación de autobuses de Herceg-Novi, la derrota del mallorquín Rafael Nadal en la semifinal de Wimbledon fue recibida con unánime entusiasmo.
Tanto Djokovic como la selección croata de fútbol han intentado que sus triunfos sirvan para avanzar en la difícil reconciliación entre los pueblos de los Balcanes, en lugar de agravar las divisiones provocadas por una década de guerras y masacres. El tenista serbio apoyó a la selección croata con una foto en su cuenta de Instagram, al que respondió el futbolista Luka Modrić afirmando que los jugadores croatas también son “fan” del serbio. No todas las reacciones fueron tan amigables: el político serbio Vladimir Djukanovic llamó a su compatriota Djokovic “idiota” por apoyar a sus vecinos croatas, abriendo un debate en la redes sociales que mostró las resistencias de muchos a superar las heridas de la guerra.
Sin embargo, la nostalgia de la antigua Yugoslavia, en la que los pueblos de los Balcanes convivieron en paz durante décadas, también sigue presente. No en vano, los periodistas deportivos se divierten imaginando cómo sería hoy una selección yugoslava, con los mejores jugadores de cada república balcánica. Suelen llegar a la conclusión de que formarían un “equipazo”, como tituló el Depor hace poco, un pequeño símbolo de que los pueblos de los Balcanes tendrían mucho que ganar si enterrasen de una vez su doloroso pasado de enfrentamientos fratricidas.

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