Un partido de fútbol hizo que el Monumental pasara de la esperanza a la sinrazón en cuestión de 90 minutos. Si los hinchas de River llegaron al estadio donde festejaron tantos éxitos dispuestos a dejar la garganta por su equipo, tras el descenso lo abandonaron hechos una furia. Muchos de ellos, no todos, canalizaron su bronca hacia lo primero que encontraron: butacas, baños, canillas, carteles, puestos de venta de comida. Y hasta destrozaron algunas vitrinas del hall, en el que el club atesoraba medallas y trofeos. Le arrancaron de cuajo parte de su historia.
Al cierre de esta edición, había 89 heridos (50 civiles y 39 policías, cuatro de ellos en estado grave) y la Policía Federal informó que 50 personas fueron detenidas por atentado y resistencia a la autoridad, lesiones y daños. La ministra de Seguridad, Nilda Garré, confirmó en su cuenta de Twitter que todos los efectivos hospitalizados estaban fuera de peligro.
La metamorfosis del público, que alentó desde que pisó el estadio, comenzó con el gol del equipo cordobés. Algunos hinchas, los más precavidos, optaron por hacer el duelo en privado y abandonaron su ubicación cuando todavía la historia podía revertirse. Afuera, el gol se gritó por error. Muchos se abrazaban; otros se persignaban en el suelo. Hasta que alguien los despertó de esa rara ensoñación. El gol no era de River, sino de Belgrano. Así, los cánticos dieron lugar al llanto y a la desazón. Minutos después, padres con hijos pequeños llorando, parejas de novios abrazados en el dolor y gente mayor se iban porque sabían que venían horas difíciles. A esa altura, el estallido era inevitable.
El segundo quiebre, definitivo, tajante, devastador, fue el penal que Olave le detuvo a Pavone. Lo que minutos antes era incredulidad ("¿Cómo se va a ir River al descenso? ¡Imposible!", se escuchaba en la platea) se transformó, por imperio de una jugada, en certeza. Los huecos en las tribunas comenzaron a hacerse más notorios. Y los hinchas, que minutos antes se habían desgañitado por el equipo de sus amores, se apiñaban en las escaleras rumbo a la salida.
De repente, un cántico partió de las entrañas de la barra brava: "Si no ganan, ¡qué quilombo se va a armar!". La amenaza pasó inadvertida para la mayor parte del estadio, que no acompañó. En ese instante, los peores presagios se hicieron realidad y nadie tuvo dudas: si el equipo no conseguía el milagro, el Monumental se resquebrajaría.
A tres minutos del final, los plateístas se hartaron. Destrozaron las butacas y usaron las maderas para agredir a policías y a los hombres de seguridad privada. La acción provocó un efecto dominó: el alambrado de la Sívori se tambaleó. El césped parecía un campo minado por los proyectiles. El teatro del fútbol se transformó en campo de batalla, multiplicado en las arterias que llevaban a la salida. Para entonces, los Borrachos del Tablón ya habían sacado sus banderas. Según pudo averiguar La Nacion, ésa era una señal inequívoca para el resto de los simpatizantes: había que abandonar el estadio.
Aunque la mayoría de los hinchas sólo procuraba regresar a su casa, hubo quienes necesitaron descargarse. La salida anticipada del público local aumentaba, y con ello crecía la represión policial. Por momentos, innecesaria. En otros, inevitable, porque el descontrol se apoderó de todas las inmediaciones. La intersección de Figueroa Alcorta y Udaondo era uno de los escenarios. El camión hidrante barría la calle. Iba y venía tratando de dispersar a los más violentos. Las corridas eran desordenadas, sin norte ni sur ni este ni oeste: la premisa era escapar. La policía montada hacía lo suyo. La infantería avanzaba y retrocedía mientras algunos insultaban, tiraban piedras y hasta culpaban a la prensa por este presente impensado de River. Un camión de exteriores de Crónica sufrió las consecuencias. El conductor se bajó y, escapando de una turba descontrolada, se refugió en un móvil policial.
Con el partido suspendido y la derrota consumada, el desmadre se apoderó de todo. Gases lacrimógenos, balas de goma para intentar contener lo incontenible. La concesionaria Toyota, de Libertador y Udaondo, terminó con los vidrios rotos. Idénticas consecuencias sufrieron los locales comerciales que se animaron a abrir. Un supermercado chino, sobre Libertador, no llegó a cerrar sus persianas y pagó su tardanza con destrucción. Al menos diez tachos de basura fueron incendiados por hinchas que se animaban a enfrentar a la Guardia de Infantería con lo que tenían a mano. Si bien el principal foco fue en el emblemático puente Labruna, tan cercano a los afectos riverplatenses, en los cuatro puntos cardinales del estadio la situación se repetía. Como en el mítico hall del estadio, donde los vidrios se hicieron añicos y un efectivo policial recibió el impacto de un cartel que, según testigos, "le abrió la cabeza como un coco".
Cuando oscureció, pasadas las 18, el descontrol de las inmediaciones amainó. Los últimos hinchas se retiraron en paz, aunque desconsolados, y la guardia de Infantería volvió a reunir sus filas sobre Udaondo y Libertador. Sólo quedaban las postales del destrozo y la indignación de algunos vecinos que, a pesar de su experiencia en desmanes, aseguraban que nunca habían presenciado algo semejante. Piedras y baldosas sobre el pavimento; vidrieras rotas; negocios saqueados; contenedores de basura incendiados dominaban la geografía. "Nos destrozaron los vidrios de nuestra casa a pedradas. No podés vivir acá, porque es un campo de batalla", se quejó Marcelo, que vive en Udaondo al 1300, mientras le mostraba a LA NACION las vidrieras destruidas de un local de cerámicos y de una concesionaria a metros de donde vive.
Dos cuadras más adelante, todavía salía humo de las dos fogatas que había armado un grupo que se enfrentó a la policía sobre Libertador. Un efectivo de la infantería comentaba que en 200 metros había, por lo menos, veinte locales dañados. Uno, el de la esquina de Libertador y Padre Juan B. Neumann, todavía tenía en su interior el cartel de la calle con que habían destrozado la vidriera.
"Era previsible que esto pasara, pero se emperraron en que se jugara con público", protestó Fernando, vecino del edificio de Libertador 6662, mientras observaba un almacén saqueado. En Libertador y Udaondo, una camioneta utilitaria destruida en medio de la avenida era la imagen que resumía la ira desatada minutos atrás: según testigos, había arrancado cuando cruzaban algunos hinchas, golpeó a uno de ellos y no se lo perdonaron. Le quitaron hasta los cables del motor para después darla vuelta. Algunos hinchas rezagados que pasaban por al lado se tomaban su tiempo para sacarle fotos, incrédulos. Núñez, muy de a poco, volvía a la calma, esa que se había alterado por un partido de fútbol y que, durante la tarde, pareció más lejana que nunca.
UN OPERATIVO POLICIAL MONUMENTAL
Además de los 2200 efectivos policiales que fueron asignados para custodiar el Monumental y sus adyacencias, los dirigentes millonarios contrataron
cerca de 1000 guardias privados que se ubicaron dentro del estadio. El partido tuvo una recaudación de 1.772.840 pesos.
50 detenidos, según informó la Policía Federal, hubo por resistencia y atentado contra la autoridad.
89 fueron los heridos: 50 civiles y 39 uniformados, por lesiones cortantes y politraumatismos menores. 6 hospitales porteños recibieron a los heridos: Pirovano, Fernández, Tornú, Durand, Rivadavia y Santojanni.
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