Hubo un tiempo en los años 80 en que el fútbol inglés recibió el merecido estigma de ser un pozo negro de violencia y vandalismo. Por entonces, los dirigentes deportivos escoceses argumentaban que eso sólo ocurría con sus vecinos del sur. Por decirlo de otra manera, ellos sabían beber.
Las tragedias de Heysel y Hillsborough sirvieron para que el fútbol inglés limpiera la casa de porquería. Sus hinchas no se convirtieron en apacibles jubilados nórdicos, pero al menos sus estadios no eran ya una zona de guerra.
Eso es exactamente lo que son ahora los dos estadios donde se celebran los partidos entre los dos equipos de Glasgow. De hecho, es casi una costumbre, pero Escocia había tolerado hasta ahora esa mezcla de violencia, alcohol e intolerancia que define el momento en que los hinchas del Celtic y los Rangers se ven las caras.
El partido del pasado día 2 superó incluso la cota tradicional de vergüenza: tres expulsados, trece tarjetas amarillas y 34 detenidos dentro del estadio, y muchos más fuera. El técnico del Celtic, Neil Lennon, se encaró con el segundo entrenador de los Rangers y tuvieron que separarlos antes de que empezaran a pegarse.
Unos días después, se celebró una cumbre de autoridades deportivas, policiales y políticas presidida por el primer ministro escocés, Alex Salmond. En parte, se convocó para aplacar a la Policía, harta de dedicar recursos a una violencia que la sociedad parece tolerar. Es poco probable que lo haga, pero la Policía ha dicho que está dispuesta a detener a jugadores y técnicos en el mismo campo si continúan provocando conflictos de orden público.
El fútbol en Glasgow es el último reducto del odio entre religiones que existe en el Reino Unido, sin contar a los sospechosos habituales del Ulster. La emigración irlandesa a Escocia en el siglo XIX fue el origen en tiempos modernos de esta discordia, que sólo sobrevive gracias al fútbol.
La tradición dicta que el Celtic, con su color verde tan identificado con Irlanda, representa a los católicos. Los Rangers, que visten con el azul de la bandera escocesa, a los protestantes. Estos últimos no ficharon a un jugador católico hasta 1989, anteayer como quien dice. Automáticamente, le pusieron escolta policial.
Ha tenido que ser la policía la que recuerde unas estadísticas deplorables. Las denuncias de violencia doméstica aumentan siempre después de estos partidos. Un 138% si se juega en sábado. Un 96% si es en domingo. Los hinchas del equipo que pierde pagan su frustración golpeando a su mujer. ¿Qué es lo peor de todo esto? Que siempre ha sido así.
Se suele decir que Glasgow es el enfermo de Europa por sus niveles de pobreza, alcoholismo y abuso de drogas. El fútbol suele recurrir a la tradicional excusa de que sólo hace de muestrario de los problemas sociales. En Escocia, ya no puede funcionar a menos que quieran que sus mejores partidos acaben jugándose a puerta cerrada.
Las tragedias de Heysel y Hillsborough sirvieron para que el fútbol inglés limpiera la casa de porquería. Sus hinchas no se convirtieron en apacibles jubilados nórdicos, pero al menos sus estadios no eran ya una zona de guerra.
Eso es exactamente lo que son ahora los dos estadios donde se celebran los partidos entre los dos equipos de Glasgow. De hecho, es casi una costumbre, pero Escocia había tolerado hasta ahora esa mezcla de violencia, alcohol e intolerancia que define el momento en que los hinchas del Celtic y los Rangers se ven las caras.
El partido del pasado día 2 superó incluso la cota tradicional de vergüenza: tres expulsados, trece tarjetas amarillas y 34 detenidos dentro del estadio, y muchos más fuera. El técnico del Celtic, Neil Lennon, se encaró con el segundo entrenador de los Rangers y tuvieron que separarlos antes de que empezaran a pegarse.
Unos días después, se celebró una cumbre de autoridades deportivas, policiales y políticas presidida por el primer ministro escocés, Alex Salmond. En parte, se convocó para aplacar a la Policía, harta de dedicar recursos a una violencia que la sociedad parece tolerar. Es poco probable que lo haga, pero la Policía ha dicho que está dispuesta a detener a jugadores y técnicos en el mismo campo si continúan provocando conflictos de orden público.
El fútbol en Glasgow es el último reducto del odio entre religiones que existe en el Reino Unido, sin contar a los sospechosos habituales del Ulster. La emigración irlandesa a Escocia en el siglo XIX fue el origen en tiempos modernos de esta discordia, que sólo sobrevive gracias al fútbol.
La tradición dicta que el Celtic, con su color verde tan identificado con Irlanda, representa a los católicos. Los Rangers, que visten con el azul de la bandera escocesa, a los protestantes. Estos últimos no ficharon a un jugador católico hasta 1989, anteayer como quien dice. Automáticamente, le pusieron escolta policial.
Ha tenido que ser la policía la que recuerde unas estadísticas deplorables. Las denuncias de violencia doméstica aumentan siempre después de estos partidos. Un 138% si se juega en sábado. Un 96% si es en domingo. Los hinchas del equipo que pierde pagan su frustración golpeando a su mujer. ¿Qué es lo peor de todo esto? Que siempre ha sido así.
Se suele decir que Glasgow es el enfermo de Europa por sus niveles de pobreza, alcoholismo y abuso de drogas. El fútbol suele recurrir a la tradicional excusa de que sólo hace de muestrario de los problemas sociales. En Escocia, ya no puede funcionar a menos que quieran que sus mejores partidos acaben jugándose a puerta cerrada.
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