El Besiktas-Fenerbahçe, uno de los derbis más calientes del fútbol europeo, se disputó anoche sin la presencia de los seguidores del equipo visitante. Se trata de una medida pionera fruto del acuerdo entre estos dos clubes de Estambul, a los que próximamente se sumarán el Galatasaray -el otro grande de la capital turca- y el Trabzonspor.
La decisión resulta incuestionablemente controvertida. Resulta evidente que al dejar fuera a toda una afición pagan justos por pecadores. Pero ocurre que en los peligrosos escenarios creados alrededor de determinados partidos no cabe otro remedio que adoptar soluciones drásticas. Quizá la mejor prueba de que esta medida no constituye ninguna exageración es que se ha adoptado a iniciativa de los propios clubes y, lo más significativo, que ha sido aplaudida por los futbolistas.
Turquía es uno de los países europeos más azotados por esta lacra que es la violencia en el fútbol. Los aficionados españoles lo han comprobado en numerosas ocasiones en competiciones europeas. Pero el problema no es turco. Ni mucho menos. En Argentina los ultras han adquirido tanto poder que llegan a parar partidos.
De hecho, en el equivalente a la Segunda hace años que está prohibida la presencia de hinchas rivales en el campo. En Italia, este mismo año fue acuchillado un joven antes de un Roma-Lazio, y en Holanda las quedadas de los hinchas del Ajax y el Feyenoord para sacudirse como aperitivo al clásico neerlandés son ya tristemente célebres.
España no es una excepción. Hace menos de una semana el autobús que transportaba a los jugadores del Zaragoza resultó apedreado en Pamplona, y ayer mismo Antiviolencia sancionó a un aficionado con 4.000 euros y un año sin entrar en un recinto deportivo por lanzar una piedra al autocar del Real Madrid en Málaga. Tolerancia cero con la violencia. A menos que terminemos por invocar el viejo refrán: cuando las barbas del vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar.
La decisión resulta incuestionablemente controvertida. Resulta evidente que al dejar fuera a toda una afición pagan justos por pecadores. Pero ocurre que en los peligrosos escenarios creados alrededor de determinados partidos no cabe otro remedio que adoptar soluciones drásticas. Quizá la mejor prueba de que esta medida no constituye ninguna exageración es que se ha adoptado a iniciativa de los propios clubes y, lo más significativo, que ha sido aplaudida por los futbolistas.
Turquía es uno de los países europeos más azotados por esta lacra que es la violencia en el fútbol. Los aficionados españoles lo han comprobado en numerosas ocasiones en competiciones europeas. Pero el problema no es turco. Ni mucho menos. En Argentina los ultras han adquirido tanto poder que llegan a parar partidos.
De hecho, en el equivalente a la Segunda hace años que está prohibida la presencia de hinchas rivales en el campo. En Italia, este mismo año fue acuchillado un joven antes de un Roma-Lazio, y en Holanda las quedadas de los hinchas del Ajax y el Feyenoord para sacudirse como aperitivo al clásico neerlandés son ya tristemente célebres.
España no es una excepción. Hace menos de una semana el autobús que transportaba a los jugadores del Zaragoza resultó apedreado en Pamplona, y ayer mismo Antiviolencia sancionó a un aficionado con 4.000 euros y un año sin entrar en un recinto deportivo por lanzar una piedra al autocar del Real Madrid en Málaga. Tolerancia cero con la violencia. A menos que terminemos por invocar el viejo refrán: cuando las barbas del vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar.
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