John Park, empresario de la compañía de coches coreana que organiza el santuario de la afición española frente al Santiago Bernabéu, considera que todo este tenderete es "una buena inversión". Su definición de lo que ocurrió ayer delante del estadio estaba hecha con el cerebro de un comerciante satisfecho con la publicidad. Park es coreano, su corazón estaba tranquilo, sin la pasión ciega que ardía en las cabezas y los cuerpos de los cerca de 50.000 aficionados de La Roja que gritaron con el alma el gol de un barcelonista, Carles Puyol, frente al símbolo máximo del madridismo.
Puede que dentro del campo del Real Madrid se hayan vivido estallidos de alegría similares al de ayer, pero de lo que no cabe duda es que nunca el asfalto que rodea al estadio, en el paseo de la Castellana y en la calle de Concha Espina, en los que la gente formó una ele comprimida y gozosa, bulló a tal temperatura la carne humana. Era julio. Hacía calor. España había pasado a la final de la Copa del Mundo.
Las dos horas largas que duró la espera, el nudo y el desenlace del partido fueron una combinación de furia española y de miedo, cada una distribuida en momentos distintos. Antes de empezar ya estaba todo el mundo delante de las pantallas, con una banda que responde al nombre de Capitán Canalla jaleando al público con odas musicales a la cerveza y tonadas clásicas como Y viva España de Manolo Escobar.
Ahí estuvo el primer momento de furia: la música bruta, los primeros síntomas del alcohol y, por encima de todo, la emoción de que podía suceder algo capital. Pero ese instante de euforia bajó en cuanto la pelota rodó por el césped en Sudáfrica. Entonces se oía la voz de los comentaristas de la televisión reverberando, con la potencia de un sinfín de altavoces, por encima de las atribuladas cabezas de los hinchas, ahora un poco muditos, unos rezando, otros congelados en una calma tensa.
El partido caminaba minutos y desgastaba aficionados, la mayoría jóvenes, aunque también adultos. David Díaz, un hombre de Getafe de 45 años, veía el partido con su niño, Miguel, al que arropaba con la bandera de España (con su escudo del plus ultra -más allá, en latín-), cuidándolo de las arremetidas de los teutones en la pantalla, dándole esa confianza que le faltó a él y a muchos otros de su generación en tantos campeonatos pasados.
"Si perdemos, me deprimo. Pero mazo". Rubén Sanz, un joven madrileño, soltó esta frase negra antes de que la calle se iluminase, sobre las diez de la noche, con el estallido del "gooool" en las gargantas de la hinchada y de las bengalas rojas que se prendieron entre la muchedumbre. Daba un poco de miedo esa luz siniestra entre la gente, el sonido de los petardos que explotaban por algún lado. Los servicios de emergencia y la policía levantaron las orejas, atentos, y todo salió bien.
Los minutos fueron menos agónicos de lo que supone un país catastrofista en lo futbolístico al borde del éxito total. Las neuronas de los aficionados de La Roja ya no conjugan el pretérito imperfecto, solo el futuro perfecto. "Está hecho". "Vamos a ganar". "Con un canutito calmo los nervios y en un momento ya estamos listos". Lo decía la gente y así pasó. Sonó el silbato, España firmó la victoria contra la gran Alemania y rugió la marabunta, desperdigándose rápidamente Castellana abajo, paso firme, en dirección a sus casas, o a Sol, o a contarle a sus padres, a sus hermanos, a sus parejas o a las barras de los bares lo dichosos que fueron aquella noche del 7 de julio de 2010.
Puede que dentro del campo del Real Madrid se hayan vivido estallidos de alegría similares al de ayer, pero de lo que no cabe duda es que nunca el asfalto que rodea al estadio, en el paseo de la Castellana y en la calle de Concha Espina, en los que la gente formó una ele comprimida y gozosa, bulló a tal temperatura la carne humana. Era julio. Hacía calor. España había pasado a la final de la Copa del Mundo.
Las dos horas largas que duró la espera, el nudo y el desenlace del partido fueron una combinación de furia española y de miedo, cada una distribuida en momentos distintos. Antes de empezar ya estaba todo el mundo delante de las pantallas, con una banda que responde al nombre de Capitán Canalla jaleando al público con odas musicales a la cerveza y tonadas clásicas como Y viva España de Manolo Escobar.
Ahí estuvo el primer momento de furia: la música bruta, los primeros síntomas del alcohol y, por encima de todo, la emoción de que podía suceder algo capital. Pero ese instante de euforia bajó en cuanto la pelota rodó por el césped en Sudáfrica. Entonces se oía la voz de los comentaristas de la televisión reverberando, con la potencia de un sinfín de altavoces, por encima de las atribuladas cabezas de los hinchas, ahora un poco muditos, unos rezando, otros congelados en una calma tensa.
El partido caminaba minutos y desgastaba aficionados, la mayoría jóvenes, aunque también adultos. David Díaz, un hombre de Getafe de 45 años, veía el partido con su niño, Miguel, al que arropaba con la bandera de España (con su escudo del plus ultra -más allá, en latín-), cuidándolo de las arremetidas de los teutones en la pantalla, dándole esa confianza que le faltó a él y a muchos otros de su generación en tantos campeonatos pasados.
"Si perdemos, me deprimo. Pero mazo". Rubén Sanz, un joven madrileño, soltó esta frase negra antes de que la calle se iluminase, sobre las diez de la noche, con el estallido del "gooool" en las gargantas de la hinchada y de las bengalas rojas que se prendieron entre la muchedumbre. Daba un poco de miedo esa luz siniestra entre la gente, el sonido de los petardos que explotaban por algún lado. Los servicios de emergencia y la policía levantaron las orejas, atentos, y todo salió bien.
Los minutos fueron menos agónicos de lo que supone un país catastrofista en lo futbolístico al borde del éxito total. Las neuronas de los aficionados de La Roja ya no conjugan el pretérito imperfecto, solo el futuro perfecto. "Está hecho". "Vamos a ganar". "Con un canutito calmo los nervios y en un momento ya estamos listos". Lo decía la gente y así pasó. Sonó el silbato, España firmó la victoria contra la gran Alemania y rugió la marabunta, desperdigándose rápidamente Castellana abajo, paso firme, en dirección a sus casas, o a Sol, o a contarle a sus padres, a sus hermanos, a sus parejas o a las barras de los bares lo dichosos que fueron aquella noche del 7 de julio de 2010.
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