Se levantaron a las seis de la mañana, asumieron sin fatiga un viaje de más de cinco horas en autobús y, trece horas después, todavía seguían cantando. Fueron pocos, pero valientes, muchos para el apagado graderío de El Madrigal, al que se le oyó más en los silbidos que en las palmas, y que esperaba que su equipo pasase por encima de un conjunto de Segunda B. Pero no se encontraron un equipo de Segunda B cualquiera, se encontraron a la Unión Deportiva Puertollano, todo corazón. Igual que su gente, inasible al desaliento.
Costó creer, es cierto, pero tampoco sucedió sobre el tapete nada que el latir de la hinchada azul no estuviera dispuesto a soportar. Mandó el Villarreal, que tuvo pelota y dominio territorial, pero es que para eso cobran millones. Aun así, detrás de cada ocasión amarilla, el fondo de El Madrigal paría un grito de aliento para el Puertollano, que crecía con el paso de los minutos. Creció su gente con él, salpicando los silbidos castellonenses con gritos de ánimo, como no podía ser de otra manera.
Subieron los decibelios en el fondo azul a medida que el Villarreal, relajado en exceso, se contagiaba de la apatía de su gente, que ayuda poco al despertar de un equipo necesitado de cariño pero que juega cada acción con la espada de Damocles pendiente sobre el cogote. Cada fallo, una pitada, y cada pitada de la parroquia local encendía los pulmones del irreductible grupo visitante. Que se lo digan a la hinchada local, que tornó el pitido por el silencio cuando Addison estuvo a punto de hacer saltar por los aires la eliminatoria.
El descanso no consiguió aplacar el ánimo de los puertollaneros, que arrancaron el segundo tiempo dejándose sentir. Para ser justos, nunca dejaron de hacerlo. Y ahí se ve la grandeza de una hinchada, de un equipo. El gol de Rossi no templó los ánimos visitantes, más bien al contrario. Desató el torrente de emociones en que se convirtió el partido desde ese momento.
rugidos y soplidos. Porque Honorio hizo silbar el balón junto al palo izquierdo de la meta de Oliva, justo antes de que Rafa Belda cruzara demasiado una ocasión de oro. El público calló, pero Puertollano rugía, también desde la distancia, donde miles de puertollaneros empujaban para hacer que la pelota entrara. Faltó un soplido más, porque el balón de Acorán lo escupió el palo.
Tocó doblar la rodilla, pero nunca el aliento. Pitó Turienzo y el sueño se esfumó, como se despierta uno de una ensoñación mágica que nunca debió acabarse, como bate palmas una hinchada que volvió a vibrar con los suyos, que dibujó en Villarreal una noche mágica que nadie olvidará.
El final del encuentro resumió una estampa para la memoria de todos aquellos que una noche vieron al Puertollano acorralar al Villarreal. Los jugadores, sin más fuerzas que las justas para mantenerse en pie, despidieron a la hinchada con un aplauso correspondido desde el fondo en el que soñaban sus hinchas, mientras una hinchada, la del equipo de Primera División, pedía la hora desesperadamente.
Porque anoche, la hinchada de Primera División no fue la del Villarreal, no podía serlo. Anoche hubo un grupo de aficionados que dieron al fútbol nacional una lección de sentimiento que nunca olvidarán. Tampoco los jugadores que se sintieron arropados desde el inicio, y hasta el final, en un encuentro que ya está escrito para siempre en el libro de la historia del Puertollano, porque sólo los valientes tienen la oportunidad de mirar a la cara a un equipo subcampeón de Liga y semifinalista de la Liga de Campeones, y ponerle al borde del colapso. Sólo los valientes son capaces de marcharse de El Madrigal con la cabeza bien alta. Y sólo los valientes son capaces de volver a Puertollano, un mundo después, afónicos, sin voz y con las palmas de las manos enrojecidas, pero con la sensación de haber ganado un partido que nunca debieron perder. Una afición de Primera.
Costó creer, es cierto, pero tampoco sucedió sobre el tapete nada que el latir de la hinchada azul no estuviera dispuesto a soportar. Mandó el Villarreal, que tuvo pelota y dominio territorial, pero es que para eso cobran millones. Aun así, detrás de cada ocasión amarilla, el fondo de El Madrigal paría un grito de aliento para el Puertollano, que crecía con el paso de los minutos. Creció su gente con él, salpicando los silbidos castellonenses con gritos de ánimo, como no podía ser de otra manera.
Subieron los decibelios en el fondo azul a medida que el Villarreal, relajado en exceso, se contagiaba de la apatía de su gente, que ayuda poco al despertar de un equipo necesitado de cariño pero que juega cada acción con la espada de Damocles pendiente sobre el cogote. Cada fallo, una pitada, y cada pitada de la parroquia local encendía los pulmones del irreductible grupo visitante. Que se lo digan a la hinchada local, que tornó el pitido por el silencio cuando Addison estuvo a punto de hacer saltar por los aires la eliminatoria.
El descanso no consiguió aplacar el ánimo de los puertollaneros, que arrancaron el segundo tiempo dejándose sentir. Para ser justos, nunca dejaron de hacerlo. Y ahí se ve la grandeza de una hinchada, de un equipo. El gol de Rossi no templó los ánimos visitantes, más bien al contrario. Desató el torrente de emociones en que se convirtió el partido desde ese momento.
rugidos y soplidos. Porque Honorio hizo silbar el balón junto al palo izquierdo de la meta de Oliva, justo antes de que Rafa Belda cruzara demasiado una ocasión de oro. El público calló, pero Puertollano rugía, también desde la distancia, donde miles de puertollaneros empujaban para hacer que la pelota entrara. Faltó un soplido más, porque el balón de Acorán lo escupió el palo.
Tocó doblar la rodilla, pero nunca el aliento. Pitó Turienzo y el sueño se esfumó, como se despierta uno de una ensoñación mágica que nunca debió acabarse, como bate palmas una hinchada que volvió a vibrar con los suyos, que dibujó en Villarreal una noche mágica que nadie olvidará.
El final del encuentro resumió una estampa para la memoria de todos aquellos que una noche vieron al Puertollano acorralar al Villarreal. Los jugadores, sin más fuerzas que las justas para mantenerse en pie, despidieron a la hinchada con un aplauso correspondido desde el fondo en el que soñaban sus hinchas, mientras una hinchada, la del equipo de Primera División, pedía la hora desesperadamente.
Porque anoche, la hinchada de Primera División no fue la del Villarreal, no podía serlo. Anoche hubo un grupo de aficionados que dieron al fútbol nacional una lección de sentimiento que nunca olvidarán. Tampoco los jugadores que se sintieron arropados desde el inicio, y hasta el final, en un encuentro que ya está escrito para siempre en el libro de la historia del Puertollano, porque sólo los valientes tienen la oportunidad de mirar a la cara a un equipo subcampeón de Liga y semifinalista de la Liga de Campeones, y ponerle al borde del colapso. Sólo los valientes son capaces de marcharse de El Madrigal con la cabeza bien alta. Y sólo los valientes son capaces de volver a Puertollano, un mundo después, afónicos, sin voz y con las palmas de las manos enrojecidas, pero con la sensación de haber ganado un partido que nunca debieron perder. Una afición de Primera.
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