Más que un partido de fútbol, el derbi de Beirut ha llegado a convertirse en el termómetro de la buena o mala salud sociopolítica que atraviesa Líbano. El más esperado de los partidos, que apenas tiene lugar un par de veces al año, es el que juegan los dos equipos vedettes: Nejmeh (estrella, en árabe) y Al Ansar (victoria). En la cancha no solo se enfrentan los 22 jugadores, sino que también lo hacen sus respectivas aficiones marcadas por las trifulcas sociopolíticas del momento.
La rivalidad deportiva que protagonizaron sus seguidores en los años noventa ha tornado en fricción sectaria desde que en 2005 un atentado con coche bomba acabara con la vida del ex primer ministro, Rafic Hariri. El magnicidio dividió el espectro político libanés y a los musulmanes en dos bloques: uno suní, cuyo rostro más visible es el de Saad Hariri, actual primer ministro e hijo del anterior, y otro chií, donde la foto más habitual es la de Hasan Nasralá, líder del partido-milicia Hezbolá.
Siguiendo la dinámica de lo que el economista libanés Georges Corm ha acuñado con el término de “confesionalismo doméstico”, la afición ha quedado igualmente antagonizada con Nejmeh como el equipo chií y cuya afición proviene mayoritariamente de Dahie, periferia sur de Beirut, y Al Ansar como el equipo suní, cuyos seguidores acuden también desde los suburbios beirutíes, de la popular barriada de Tarik al Yadide. A cada refriega político-confesional, los parlamentarios azuzan a sus jóvenes en los arrabales de Beirut para echar un pulso al bloque rival. En los años de mayor tensión, los futbolistas se han quedado solos ante las cámaras de televisión para jugar en un estadio vacío donde se veta la entrada del público para evitar peleas.
Sin embargo, el pasado viernes tuvo lugar el esperado partido entre Nejmeh y Al Ansar y tan solo acudieron varios centenares de seguidores. Las gradas medio vacías delataron la grave crisis económica que atraviesa el país y que ha logrado que las clases dirigentes, unidas por el temor a que no quede pastel que repartirse, aparquen temporalmente las pullas confesionales. Y ello a pesar de que las entradas al campo se vendieron a 5.000 libras libanesas (tres euros), menos de lo que cuesta una manzanilla en el centro de Beirut. Y es que en Líbano acudir a animar a su equipo al estadio de fútbol es cosa de pobres, de aquellos que crecieron en masificados barrios populares.
“La afición se hereda de padre a hijo”, grita desde la cancha y golpeándose el pecho Abu Ali, que a sus 32 años asegura que lleva desde los nueve animando a Nejmeh. Habla entre un mar de jóvenes varones cuyas edades oscilan entre los 15 y los 35 años. Otro reflejo del orden de las cosas en Líbano, donde los escaños, como las fortunas, también son hereditarios. El cambio social cada día más patente en las calles también se reflejó el viernes en la cancha con la presencia de un puñado de mujeres paramédicas, fotógrafas e incluso ultras. En el hemiciclo, sus conciudadanas luchan por romper el techo de cristal donde el récord se mide este año en seis mujeres entre los 128 diputados.
Cuando el árbitro pitó el final del partido, Nejmeh acababa de marcar el único gol de los 90 minutos durante los que se vieron más máscaras de los atracadores de la serie La casa de papel que banderas políticas. Tal vez porque comparten un marchito mercado informal laboral, hasta entre la afición de Nejmeh se mostraron conmovidos al oír que cuatro aficionados de Al Ansar recorrieron a pie ese día los 40 kilómetros que separan Sidón de Beirut y se colaron en el campo porque no podían pagar ni los tres euros de entrada, ni los dos que cuesta el trayecto en autobús.
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