Bastante antes de que llegaran la Ley Mordaza y otras normativas represivas modernas, algunos estadios de fútbol muy concretos –no todos– ya habían sido convertidos en espacios de excepción. Bajo la excusa de prevenir acciones violentas, se impusieron en los accesos cacheos tan exhaustivos como los que se pueden sufrir en los aeropuertos o las cárceles, y prohibiciones que abarcan desde símbolos políticos perfectamente legales a elementos cotidianos como botellas de agua, todo al arbitrio del policía –o vigilante jurado– de turno. Es sabido, por otro lado, que Nafarroa ha adquirido en las últimas décadas un carácter de laboratorio represivo, estrechamente ligado a su condición de cuestión de Estado. Y ambas realidades han confluido en Iruñea, haciendo especialmente intenso el ensañamiento policial y judicial contra la parte de la afición más reivindicativa de la afición de Osasuna, encarnada en la peña Indar Gorri, y a quien como ejemplo de todo lo anterior se impidió hace diez días meter en El Sadar una pancarta en apoyo a la plantilla de TRW.
Este es el contexto que precede a la operación policial de ayer. A la espera de que se concreten las acusaciones, la detención ayer de casi una veintena de personas, en su mayoría jóvenes o muy jóvenes, que han dormido en los calabozos, resulta abusiva en sus efectos, anacrónica en términos políticos y absurda en sus objetivos propagandísticos (¿«asociación criminal» un grupo de hinchas?).
Más allá del eco mediático que obtiene todo lo que se produce en torno al fútbol, hay que exigir que esas imputaciones se concreten, se detallen y se individualicen para que se desentrañe cuanto antes si realmente hay algún delito real, de qué gravedad y cometido por quién. En 2009, un conjunto de 55 miembros de esta peña ya fueron perseguidos en bloque por «apología del terrorismo» en Santander, sin motivo penal alguno y «a bulto». Y ahí no hay nada del juego limpio que se dice promover.
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