Humo, fuego y pólvora, el Frente cabalga. Más bien guarda armas, se conjura, se arenga, a los pies del estadio, como lo habrían hecho los escoceses de Braveheart si estos fueran del siglo XXI, futboleros –seguro que lo serían– y del Atleti (esto, por el amor a las causas perdidas contra el Imperio, habría sido probable). Es posible que el griterío se cuele por las desnudas cuadernas de cemento del vetusto Vicente Calderón, donde sólo es una entelequia que lo oiga la plantilla del Bayern de Munich, a punto de batirse con el Atlético de Madrid por las semifinales de la Liga de Campeones ("Champions”, que dirían los de Braveheart. Lo que aquí se narra sucede desde el 'sancta sanctorum' del Frente Atlético hasta el campo, un viaje de ida y vuelta entre el estrépito.
Poco antes de encaminarse en filas hacia el estadio, las huestes se concentran y hacen ejercicios de autoestímulo y rearme moral. El momento culminante es una traca de botes de humo, bengalas, petardos de alta potencia y decibelios cantores. Sucede en el callejón que da a la calle San Epifanio, el perfil del Vicente Calderón se dibuja el horizonte en un velazqueño atardecer madrileño, que tiene poco de contemplativo.
En aras de la transparencia hay que recalcar que el autor de la crónica no sólo es simpatizante del Atlético –sin el ardor de Braveheart, “no doy el tipo/de hincha rapado y violento”– y se dejó invitar a tres botellines de cerveza Mahou, de los que el tercero se quedó sin terminar, por simpatizantes del Frente Atlético.
Antes de que la notable ración de cerveza templara los ánimos, enfrentarse a la leyenda feroz del Frente Atlético provoca cierto espeluzno. Un recio control da acceso al cuartel general, donde lejos del ardor de cánticos y explosiones de amistad, imperan el autocontrol y la seriedad. Tipos de frondosas barbas negras y aspecto poco fiero son el aparente estado mayor de la tropa. Están a sus cosas, organizando viajes, vendiendo 'merchandising' del Frente, comentando la jugada. Extrañamente, nadie habla de fútbol en la desabrida sala, donde hay relativo silencio y seriedad. Aquí solo accede “la gente con galones”. Galones invisibles, que se han ganado en años de acciones por esos campos del mundo, a veces de manera inconfesable. Nadie pregunta lo que no debe, en un código que recuerda algo a la Legión Extranjera. Una hucha reluciente recibe 20 euros de un generoso hincha: es la caja de resistencia del Frente. Hay hurras por el donante y por el Frente.
Los que más galones tienen son los que llaman “los mayores”. El Frente Atlético está activo al menos desde 1982, lo que hace que esos ultras entrados en años sean ya padres de familia de vida apacible, siempre que no están bajo el radio de acción del Estadio Vicente Calderón.
“Hay jóvenes que se han ido ganando galones, pero en el Frente no hace falta decir lo que has hecho, se sabe y se respeta, sin más”, explica uno de los mayores, poseedor de galones invisibles, a juzgar por cómo se aparta el personal en el callejón, o de la cola para entrar al campo, sin más necesidad que la de arquear las cejas. “Los mayores no estamos, pero nunca dejamos de estar”, explica, o mejor dicho no explica, lo necesario para hacer ver el aire de hermandad cuasi clandestina y sus invisibles ramas de poder y de organización.
Hay barrigas, hay canas, incluso se vislumbra una corbata en el callejón del paroxismo. Se adivina un cóctel social en el barullo, donde la concurrencia va llegando de sus trabajos o de sus facultades. Y de sus colegios.
Una chica, delgada y de aire quinceañero, con gafas 'wayfarer' de Ray Ban, izada en hombros, con camiseta rojiblanca, canta en éxtasis un estribillo guerrillero tras otro, mano y brazo alzados.
“Soy fascista, ¿qué pasa? Yo lo soy, pero estos chicos no sé si saben lo que es ser fascista de verdad”, explica el cicerone. La política y el fútbol casan poco uno de la mano del otro, aunque sí es cierto que los grupos ultras se diferencian, y se alían, en función de su extremismo político. Hay hinchadas de extrema derecha, como el Frente Atlético, pero también los Ultrasur del Real Madrid, y también las hay de extrema izquierda, como los Biris de Sevilla o los Riazor Blues del asesinado Jimmy.
“No somos lo que cuentan, no somos la violencia; somos familia, somos solidaridad entre nosotros, somos un alma, esto es una vida dentro de otra vida”, asegura este mayor, una especie de “guardia vieja”. Los abrazos entre los mayores del grupo muchas veces acaban en besos en las mejillas, y en preguntas por la familia y los hijos.
La impresión es que del fascismo en este callejón solo hay simbología. Zapatos proletarios, zapatillas sin marca definida, polos con banderas nacionales, ropa de firma, manos trabajadoras, delatan economías ajustadas y procedencias sociales variadas, que sugieren que aquí cada cual votará a quien le parezca y que todo esto va de buscar una identidad en torno a una causa común.
La causa común está más allá, tras los cristales y el cemento pelado del Vicente Calderón, y se sustanciará en la ida de las semifinales de la Liga de Campeones.
El humo, el fuego de las bengalas, la pólvora desata el frenesí en el callejón. Queda menos de una hora para el partido, las cuadernas de cemento desnudo del Calderón retumban. Todo esto hace del campo del Atlético de Madrid una especie de 'Bombonera' española.
Todo esto pasa fuera del campo. Dentro, los decibelios se mantienen en la parte alta del espectro auditivo, habrá un mosaico, bufandas al viento, y menos relente del habitual en el Calderón.
Los jugadores, en el césped, ofrecieron sangre, sudor y emociones fuertes.
Saúl metió un gol por el Atlético.
Por los vomitorios de cemento del Calderón, ya casi a las once de la noche, seguían retumbando las canciones aguerridas.
A caballo, no se ve a Mel Gibson arengando a sus escoceses. Solo policías vestidos con chalecos amarillo-fosforito.
Ya los barrenderos mecen los escobones barriendo los restos de la batalla.
Ya los del frente han vuelto a sus vidas sin “las rayas canallas de los colchones”.
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