Entra un periodista inglés al baño de la zona de prensa. Se pone a mear. Pedo. Silencio. Tararea una canción como para disimular. Entra otro. “¿Qué? ¿Dos o tres a cero?”, dice el primero. “No sé, no sé”, contesta el segundo.
A las puertas del Molineux Stadium, los aficionados del Espanyol ya empezaban a colapsar la entrada de visitantes. Cada uno con una historia, cada uno con una peregrinación particular para ver a su equipo, colista en Liga, disputar la ida de los dieciseisavos de Europa League con un Wolverhampton que parece el típico musculado de gimnasio hinchado a esteroides. Pasa que la musculación de los Wolves es real como la de Adama Traoré.
No hace falta justificar demasiado un desplazamiento a un campo de la Premier. Inglaterra tiene con el fútbol esa mística del síndrome de Jerusalén. Es la tierra de los orígenes. La tierra fértil, verde, donde el balón pasó de las manos a los pies y acabó convirtiéndose en el espectáculo más visto. Cualquier aficionado al fútbol siente esa llamada, al menos una vez en la vida. Pero entre tanto elogio un compañero de avión me recordó que sí, pero que Blas de Lezo dijo que siempre hay que mear dirección Inglaterra. Y eso intentó el Espanyol, pero fue una de esas de resaca, que se cortan y salpican.
Para el aficionado blanquiazul cualquier combinación era buena con tal de llegar al estadio y vivir otra noche europea. Porque, ¿quién sabe cuándo se volverá a vivir algo parecido? Ese era un argumento recurrente. E irrebatible. Otros tantos, pese a la delicada situación en Liga, exigían a Abelardo que no defraudara. Que el dinero y las horas invertidas en viajar a apoyar al equipo se vieran compensadas con posibilidades de llegar vivos a la vuelta. Que si se daba una victoria, más que genial, pero que lo importante era vibrar y poder disfrutar el jueves que viene en Cornellà de una buena jarana con tintes nostálgicos y, por qué no, soñadores.
Las sensaciones en el Wolverhampton eran muy diferentes. Perder o empatar no eran opciones. Saben que entran en las quinielas como uno de los favoritos por alzarse con el título, independientemente de que ahora en la Premier no les vaya como al principio. De ahí la conversación cómplice y con olor a orín entre los periodistas. De ahí el lleno en el estadio. Y de ahí que Nuno, con esa pinta de profeta (tiene murales y hasta cervezas en su honor en Wolverhampton) saliera con todo, con el once tipo. De ahí que estuvieran cómodos sin balón y de ahí que ganaran. Cuatro a cero.
El camino, que venía a decir Kavafis en su Ítaca, es más importante que el final. Los más de 1.200 aficionados desplazados eran conscientes de ello. El resultado, como decía la canción, da igual. Pero en realidad no tan igual. Porque el Espanyol podía permitirse una derrota, más cuando salía con un once repleto de suplentes, pero no una paliza. No a estas alturas, cuando el hincha blanquiazul sufre por no bajar y aun así coge tres trenes desde Alemania y otros tantos o más en Inglaterra, como hizo el Perico Belga. O después de correr y sudar como locos por el centro de Londres para no perder el tren, como los gemelos Dani y Juan.
Se juntaban huelgas de controladores aéreos e infraestructuras ferroviarias jodidas por las lluvias torrenciales de la última semana. De hecho algunos, a una hora y media de empezar el partido, todavía estaban en Manchester buscando cualquier alternativa para llegar a Wolverhampton. Otros directamente se habían presentado sin entrada pero con mucha actitud y confiaban conseguir una in extremis. El compromiso de la afición para con el equipo es indiscutible, el de algunos jugadores para con la afición, no tanto. Abelardo apostó por las rotaciones, algo lícito con la final del Valladolid el domingo, pero qué pensarán los aficionados del rendimiento de futbolistas como Ferreyra, por señalar con cobardía –mía– a alguien.
Los desplazados, agotados por los viajes, los transbordos, e ‘invitados’ a huir de los pubs locales, intentaron rugir desde la zona visitante, pero las gradas inglesas parecen estar hechas para esos graves de los hinchas locales que postrados, sin aspavientos ni gestos ni movimientos de bufandas, como tenores concentrados en las pasiones más bajas del deporte, consiguen insonorizar los estadios desde lo más profundo de sus tripas llenas de cerveza, aros de cebolla, patatas fritas y bocadillos con salsas excesivas.
Al final del encuentro sonó Everybody Wants To Rule The Wo rld, de Tears For Fears. Y quizás el título sea demasiado para explicar la ilusión con la que iban los aficionados a una guerra que parecía perdida de antemano, pero como ya pronosticaban antes del partido, no les quitarán lo bailado. Y no cambiarán las lágrimas por miedos, por mucho que de Wolverhampton volverán sin consuelo.
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