Imagine que de pronto está en algún país del Medio Oriente o Norte de áfrica y es fanático de fútbol; es sábado y quiere ir al estadio a ver un partido. Al llegar se da cuenta que debe pasar por rigurosos cacheos de jóvenes que no superan los diecisiete años y que con un AK-147 al hombro decidirán su suerte. Si su comportamiento es tranquilo y no parece sospechoso de apoyar al gobierno autócrata de turno podrá ver 90 minutos de fútbol; si, en cambio, se poner nervioso, comete un error o efectivamente apoya al gobierno, es probable que sea ejecutado a metros del estadio y que la noticia no sorprenda a nadie.
Imagine que descubre en la tribuna, antes de que empiece el partido, que el hombre al lado suyo es, en realidad, una mujer disfrazada, que en un momento levanta una pancarta para reclamar la igualdad de género: no se sorprenda si se entera que este sencillo acto de trasvestismo es habitual. Las mujeres tiene prohibida la entrada a los estadios, aunque tienen su propia liga de fútbol donde juegan con atuendos islámicos –y en ese caso, si quiere ir a verlas, tendrá que disfrazarse de mujer, porque los hombres tienen la entrada prohibida.
Imagine que tuvo la suerte de sortear todo esto y presenciar el partido. No se sorprenda si, de pronto, una marea de personas se echa a correr por el césped con la boca llena de consignas políticas, religiosas, y étnicas. Es probable que deba correr también, si no quiere que lo maten. Recuerde que en febrero de 2012, en el estadio de Port Said, en Egipto, fueron asesinadas 71 personas.
Imagine que echa una mirada alrededor y lo que ve le parece una ruina. En países islámicos del África, como Somalia, los estadios son vejestorios de cemento con marcas de balazos. Recuérdelo y no los subestime: en estos elefantes de hormigón se cocinó la Primavera Árabe que volteó a gobiernos como el egipcio o el libio –con más de cuarenta años al poder.
Y ahora, deje de imaginar.
En el blog El Turbulento Mundo del Fútbol de Medio Oriente de James L. Dorsey, lo que imaginó sucede a diario.
En 1986 James Dorsey (1951, Estado Unidos) acompañó como cronista al seleccionado mexicano de fútbol en su primera gira a Medio Oriente y Norte de África. La experiencia le dejó una constatación: en esa inhóspita región el fútbol era más que un deporte, tenía importancia política y social. Los hinchas son tan fanáticos del balón como de la política, las armas, la sangre y la revolución.
Los fines de semana alientan sin parar, en la semana pueden tumbar dirigentes y marcar un nuevo rumbo para su equipo, para su nación, para sus fronteras. Dorsey, más interesado en los conflictos cívicos, étnicos y religiosos que en el fútbol, quedó cautivado por lo que vio. Pero no hizo nada al respecto. Durante los siguientes 24 años.
Recién en 2010 lo recordó, cuando buscaba un nuevo enfoque para retratar el Medio Oriente y África, y consideró al fútbol como el nexo ideal. Era el año del Mundial y, como preludio de su ahora concurrido blog, publicó un artículo sobre las razones de la escasa representación política en Sudáfrica, país sede. Ése sería el punto de partida.
Actualmente Dorsey vive en Singapur y trabaja en la S. Rajaratnam School of International Studies. Dedica la mitad del mes a viajar y no deja de visitar Medio Oriente, una de las zonas más conflictivas del mundo, para tener contacto directo con hinchas hambrientos por ganar la batalla territorial del día, mujeres iraníes ávidas de encontrar la manera de ingresar a los estadios, funcionarios corruptos capaces de aguantar lo imposible para sostener a sus gobiernos autocráticos y futbolistas que sueñan con jugar en Europa y dejar la liga turbulenta que los acoge.
Un colega suyo, Roberto Álvarez-Galloso, reportero de Bleacher Report, afirma que el blog le permite reflexionar sobre el fútbol de Medio Oriente, una realidad de la que mucha gente habla en privado y poco en público; y hasta el técnico de la selección egipcia, Bob Bradley, utiliza sus posts como una fuente importante de información.
“Yo no cubro partidos. Yo no cubro fútbol como deporte sino como instrumento político, un campo de batallas de múltiples capas”, dice Dorsey, quien figuró entre los nominados al premio Pulitzer por su cobertura de la guerra entre Iran e Irak y al que condecoró The House of Lords, en Gran Bretaña, por “una labor periodística digna de ser imitada”.
Para el cronista que cubrió entre 1993 y 2003 para The Wall Street Journal conflictos como el 11-S y la Guerra de los Balcanes, y el Pentágono para The Washington Times, los hinchas de fútbol son militantes. En Egipto son el segundo movimiento cívico más importante, detrás de la Hermandad Musulmana, y en Túnez, Argelia, Israel, Irán, Turquía, Arabia Saudita y Jordania según Dorsey, los hinchas son la única fuerza de choque capaz de derribar gobiernos. Dónde, si no en un campo de 105 por 60, se comenzó a gestar la caída del presidente egipcio Hosni Mubarak.
“Antes de la erupción de las revueltas árabes a finales de 2010, el fútbol ya evocaba las pasiones más profundas algo sólo comparable con la religión. De hecho, el fútbol se ha convertido, junto con el Islam, en la principal válvula de escape en las sociedades de escasos espacios públicos para liberar frustración o ira. También es uno de los pocos, si no el único lugar donde se puede expresar la disidencia” explica Dorsey.
Hay muchas maneras de hacerlo: irrumpiendo en los entrenamientos expresando la ira a través de cánticos y pancartas o si la queja no prospera llenando de expedientes los juzgados con datos, quejas y denuncias. Casi nunca están ociosos; de cada reunión puede salir una idea, una revolución, un derrocamiento, una muerte.
En 2007, en Egipto, había dos hinchadas nacientes que intentaban copias a los seguidores de los equipos italianos: Al Ahlawy y Zamalek. Los de Ahlawy odiaban con toda su alma a los de Zamalek, pero del mismo modo al dictador egipcio entonces en el poder, Hosni Mubarak. Los hinchas de Ahlawy se enfrentaban cada fin de semana con la Policía del régimen y muchos de sus líderes terminaban en la cárcel. En aquellos días, sólo dos grupos político-sociales tenían la posibilidad de organizarse y expresar su malestar en Egipto: la Hermandad musulmana y los hinchas de fútbol. No había sindicatos ni partidos ni asociaciones. Cuando tuvo que diagramar su escudo, en abril de 2007, Ahlawy eligió como lema: “Somos Egipto”.
El fútbol, donde se concentraban las frustraciones y tensiones del país, era un hervidero que el gobierno de Mubarak intentaba manejar para no salir quemado. En 2009, ante un crucial partido de la selección egipcia contra la de Argelia, el régimen agitó los ánimos a través de la prensa. Una multitud atacó los autobuses donde llegaba el equipo argelino y varios jugadores resultaron heridos. Cuando Argelia ganó, hubo estallidos populares en El Cairo, Jartúm, Argel y hasta el sur de Francia. Se retiraron los embajadores. El dictador libio Muammar Gadafi ofreció su mediación para resolver la disputa.
En 2011, las dos hinchadas se unieron contra el régimen durante el estallido de la Primavera Árabe y jugaron un papel crucial en las refriegas callejeras en la Plaza Tahrir, porque eran el único grupo con amplia experiencia en la batalla contra la Policía.
A fin de año, varios grupos ultras se unieron y fundaron un partido político: Mi País. Dorsey observe que “los ultras están de acuerdo en sus demandas más inmediatas, pero provienen de todos los estratos sociales y es poco probable que encuentren una ideología común. No obstante, el debate refleja la más amplia discusión, en círculos revoluciones, sobre cómo debe manejarse la transición de la calle a la política parlamentaria en una sociedad post-autocrática”.
La caída del régimen y la disgregación de la Policía llevaron a un aumento exponencial de la violencia en los estadios y de las invasiones del campo de juego. Esto condujo al sangriento 1 de febrero de este año en el estadio de Port Said. Al-Masry recibía al Al-Ahlawy. Ambos están en las antípodas: los fanáticos de Al-Masry se habían alineado con Mubarak, mientras que los ultras del Al-Ahlawyy participaron activamente de su final.
En cada gol, los hinchas locales invadían el terreno de juego para increpar a los jugadores visitantes, a los que tntimaban con palos y piedras. La policía asistía impávida. Ni bien el árbitro dio por terminado el partido, cuyo resultado -que no le importó a nadie- fue de 3 a 1 para los locales, éstos acabaron el asunto: 74 personas murieron –algunas, desplomadas desde lo alto de las tribunas—y 300 resultaron heridas.
El gobierno de Egipto contestó con tres días de duelo nacional. Para los ultras fue poco: exigieron la cabeza de todos los responsables del desastre y no permitieron que ni un balón se mueva hasta que se reestructurase y las fuerzas de seguridad. . Tan pronto se enteraron que Hani Abu-Reida, miembro del comité ejecutivo de la FIFA, se iba postular como vicepresidente de la Asociación de Fútbol de Egipto (EPT), los hinchas del club, Al Ahly SC, trabajaron a destajo para impedirlo. Abu-Reida había sido acusado, entre muchas otras cosas, de entorpecer la investigación sobre la muerte de 71 hinchas en el estadio egipcio de Port Said en febrero de 2012. Los “Ultra Ahlawy” lo acorralaron hasta que desistió de su postulación, episodio que anticiparon en su cuenta de Facebook que tiene más de 500 mil seguidores: ”Exigimos la renuncia de la junta corrupta Hassan Hamdy, que descuida los derechos de los mártires. Hamdy respaldó a Abou-Reida sólo para servir sus propios intereses”.
Hace diez meses que la liga está suspendida y el lento proceso de transformación que pidieron aún naufraga, pero ellos ya no esperan los cambios desde las tribunas sino desde un lugar más acorde a sus convicciones: el frente, porque para los ultras esto es una guerra…y hay que ganarla. Como apuntó Dorsey, ” la participación de aficionados al fútbol organizados en contra del gobierno, en Egipto, constituye una de las peores pesadillas para cualquier gobierno árabe”.
No siempre los hinchas buscan acabar con alguna autoridad. En Argelia, por ejemplo, tienen demandas concretas, tanto dentro como fuera de los estadios, por la falta de agua, electricidad, piden trabajo y mejoras salariales. Un cuarto de la población argelina viven por debajo de la línea de pobreza y el desempleo alcanza el 21 por ciento. Dorsey publicó en su blog el siguiente extracto del libro del argelino Mahfoud Amara, experto en deportes: “En un contexto de cierre político, con una falta de debates serios y de proyectos para una sociedad cuya política está debilitada, los estadios de fútbol se convirtieron en uno de las pocas lugares donde los jóvenes pueden reunirse y lograr ese sentido de pertenencia, al menos por 90 minutos”.
Dorsey tiene su propia teoría: “El fútbol de por sí es turbulento; sólo piensa en lo que pasa en América Latina, Italia o Europa del Este; en cada uno de estos casos, si bien hay diferencias sustanciales, todos se caracterizan por sufrir problemáticas políticas, sociales y económicas”. Para el cronista norteamericano, el fútbol es el refugio ideal que encontraron, no sólo el mundo islámico, sino todas las naciones oprimidas para expresar tanta rabia contenida.
En muchas de ellas, los estadios son escenarios de heroicos o terribles momentos de la historia política, o elegidos como símbolos ideológicos. “Los estadios son verdaderos campos de batalla por el control de los espacios públicos entre los regímenes autocráticos y los fanáticos militantes; a veces, la lucha también ocurre entre los propios aficionados”, dice Dorsey.
Hubo un tiempo en que el pueblo afgano creía que el pasto del estadio Ghazi, en Kabul, no crecía por la sangre que se había derramado en él. En los 25 años previos, los Talibán habían mutilado y apedreado hasta la muerte a miles de personas allí.
Pakistán tiene un estadio de fútbol cuya capacidad alcanza los 60 mil espectadores. Se usa también para jugar el deporte nacional favorito: el cricket. Se trata del estadio… Muammar Gadafi. Los ciudadanos de Pakistán ya no saben qué hacer para deshacerse de ese nombre y esa historia que no les pertenece y los deshonra. Hace casi cuatro décadas que la palabra Gadafi decora la entrada: desde 1974, cuando el entonces presidente de Pakistán, Zia ul-Haq decidió honrar al dictador de Libia, depuesto y asesinado en 2011, porque había defendido el derecho paquistaní de desarrollar armas nucleares.
Amnistía Internacional reportó ya en 1983 que el estadio Latakia de Siria había sido utilizado para encerrar y torturar a miles de personas. En Irak, tras la caída de Saddam Hussein en 2003, las tropas norteamericanas encontraron cientos de tumbas en los estadios iraquíes. Uday Hussein, hijo del dictador iraquí, solía humillar a futbolistas en pleno partido cada vez que erraban un penal, un pase o, al final, si es que perdían. El castigo podía consistir -si Uday estaba de humor- en afeitarles la cabeza.
El estadio de Mogadiscio, Somalia, con capacidad para 35.000 personas, fue construido por ingenieros chinos en 1978 y en él se jugaron partidos entre equipos de toda África y el mundo árabe, pero también fue escenario de conciertos y actos políticos. Cuando estalló la guerra civil somalí, en 1991, se convirtió en base de ejércitos y milicias. En enero de 2007, cayó en manos de tropas etíopes, que estuvieron acantonadas allí hasta principios de 2009; luego, paso a poder del grupo islamista al-Shabaab, que lo utilizaba como centro de entrenamiento; el fútbol estaba prohibido. Durante la copa del mundo de Sudáfrica 2010, patrullas de islamistas vigilaban en la ciudad que nadie se entregara a esa pasión impía. Los fanáticos debían reunirse en secreto para seguir los partidos. Había fotos del campo de juego que mostraban que la maleza había crecido. La Federación declaraba en 2009 que “si uno entra al estadio, siente que está en un bosque”.
En agosto de este año, tropas de paz de la Unión Africana recuperaron el control de la ciudad para el gobierno y se instalaron en el estadio. Luego, por fin, regresó el futbol y no sólo como escapa, sino como alternativa a la guerra: la Federación ofrece a los niños soldados de las milicias que dejen las armas por la pelota.
“La gente me tenía miedo cuando tenía un AK-47, ahora me felicitan –dice Mahad Mohammed, un joven somalí que cambió la jihad por el deporte–. Le agradezco a la Federación de Fútbol. Yo era un soldado que estaba a la deriva. Algunos amigos terminaron siendo combatientes y me decían que era una vida buena y emocionante, mucho mejor que no hacer nada, o estar en la calle. Después de pasar un tiempo haciendo esa vida, comprendí que no tenían razón, estoy feliz de haberme salido de todo eso”. Según El Turbulento Mundo del Fútbol de Miedo Oriente, Mahad Mohammed fue uno de los cientos de niños a los que la Federación ayudó –la única institución que competía radicalmente con el Islam radical en ofertar alguna clase de futuro a una población joven deseperanzada.
Pero todo ello llega con un precio. En territorio de Al Shabab, la milicia islamista que combate al gobierno, el fútbol sigue prohibido. En lo que va del año, el presidente del Comité Olímpico y al presidente de la Federación Somalí de Fútbol murieron en un atentado con bomba en el Teatro Nacional de Mogadiscio; en un ataque similar, falleció un jugador del seleccionado sub20, y en octubre pasado el secretario general de la Federación Somalí de Fútbol fue herido cuando estalló un coche bomba. “Los goles animaron al seleccionado juvenil sub-17 (de Somalia) en el partido que vencieron a Sudán en el campeonato juvenil. Jugaron sin su arquero, Abdulkader Dheer Hussein, asesinado en abril como parte de la campaña de matanzas organizada por Al Shabab, que no sólo apuntaba a atletas sino también a periodistas deportivos”, informa el blog.
En Egipto, los futbolistas están tácitamente obligados participar de cualquier debate social: de no hacerlo, se convertirán en objeto de atención pública –y no justamente de la que desean. Luego de la masacre en el estadio Port Said, que dejó a 71 muertos, los hinchas del club más popular de Egipto, el Al Ahly SC, repudiaron a los futbolistas que no participaron en las manifestaciones. Corrió un mensaje: “la mayoría de los egipcios sobrevivimos con dos dólares diarios mientras que los futbolistas ganan millones”.
También puede pasar a los palestinos a manos de Israel. “Me desnudaron, y luego me ataron de pies y manos. Me vendaron los ojos y me pusieron en un coche. Es probable que todo esto haya durado tres horas, lapso donde me golpearon con palos y con la culata de los rifles. Luego me llevaron al centro de interrogatorios de Ashkelon; me di cuenta que no querían fracturarme, entonces golpearon mis pies y mi trasero, lugares donde no dejarían ningún rastro, pero la presión psicológica fue mucho más dolorosa. Durante los primeros 18 días, no me dejaban dormir más de una o dos horas por noche. En realidad no me acusaban de nada, querían saber si estaba adherido a alguna organización política. Quizás el hecho de que sea ambicioso y que no quieran que un jugador palestino se vuelva famoso pueda ser el motivo de mi captura.” contó a Dorsey Mahmoud al-Sarsak, futbolista acusado de intentar ingresar ilegalmente a territorio israelí.
Es un caso típico que puede repetirse en Afganistán, Somalía, Túnez o Irán.
Las mujeres de los países islámicos pueden ser tan fanáticas del fútbol como los hombres, al igual que ocurre en otras latitudes. Tan así que no les importa jugar en sus propias ligas debajo de los clásicos y calurosos atuendos musulmanes que las cubren totalmente, o disfrazarse de varones si quieren asistir a un partido masculino, algo expresamente prohibido, por ejemplo, en la liga iraní, donde tienen que callar o gritar los goles con voz ronca para pasar desapercibidas.
Para derrotar la prohibición, Fatma Iktasari y Shabnam Kazimi presenciaron el partido por las eliminatorias para el Mundial 2014 en que Irán derrotó a Corea del Sur, disfrazadas de hombres. Al final del partido no pudieron esconder la alegría por haber logrado tal hazaña, se sacaron fotos, mostraron un poema, sortearon a la policía y desataron, otra vez, un debate nacional.
Cuando en 1997 Irán clasificó por primera vez a una Copa del Mundo, más de 5 mil mujeres irrumpieron en las inmediaciones del estadio nacional de Teherán en protesta por la prohibiciones; seis meses después el fútbol unió por primera vez a hombres y mujeres que al ritmo de música prohibida celebraron la victoria propia pero mucho más la desgracia ajena: Irán había derrotado en el mundial a un conocido rival, Estados Unidos.
Como resumió un periodista iraní a Dorsey: “En lo que respecta a la libertad de expresión, los estadios de fútbol son casi tan importantes como Internet en el Irán de hoy. La protesta es más segura allí porque la Policía no puede arrestar a miles de personas a la vez. La televisión estatal transmite muchos partidos en vivo y la gente lo utiliza para publicitar la resistencia. Muestran banderas ante las cámaras y cantan slogans de protesta, razón por la que ahora los partidos son transmitidos sin sonido”.
El periodista pidió el anonimato.
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