Hace trece años que Gustavo Grabia se dedica a los asuntos bélicos de la tribuna y ahora le pasa lo que le pasa: el capo de una barra brava, temido por casi todos, lo llama a su teléfono para recriminarle una nota. En términos de tablón, diríamos que Grabia tiene aguante: la defiende.
–No debe ser fácil tratar con estos muchachos.
–No es muy diferente a la relación que tiene un periodista de política con los políticos. Ellos saben que tienen que hablar con tipos que en un noventa y nueve por ciento son chorros, forros o ladrones.
–¿Pero los barras no serían más impredecibles?
–Sí, pero yo tengo algunas ventajas con ellos: la cantidad de información que manejo. Tengo toda la historia de esas personas pero, además, todo lo que ellos no saben. No me pueden boludear. Ellos quieren saber cómo les va en tal causa judicial y muchas veces yo tengo más datos que sus abogados.
En esta mañana lenta, bajo la lluvia de Buenos Aires, el periodista del diario Olé, que lleva realizada una de las coberturas a largo plazo más completas y detalladas que se hayan hecho sobre la violencia en el fútbol, debe seguir a dos presas que están a punto de salir del corral: los hermanos Schlenker, Alan y Willliam, acusados por el asesinato de Gonzalo Acro. Pero no estamos aquí sentados, a la mesa de un bar de Caballito, para hablar de las andanzas gallinas. Todo lo contrario: la cuestión es ese grupo humano mitológico, bostero por pasión y negocios, que mueve miles de billetes y tiene muertos adentro y afuera –manos manchadas con sangre, presos sólo a veces–, que fue peronista y radical a la vez y cuenta para sus intereses a jugadores, dirigentes, empresarios, policías, abogados y jueces, hombres bravos que Grabia ahora convirtió en libro: La Doce. La verdadera historia de la barra brava de Boca (Sudamericana).
–¿Qué diferencia hay con otras barras?
–La Doce es la reproducción a máxima escala de cómo se manejan todas las barras. Cualquier equipo del conurbano que juega en el Ascenso tiene las mismas conexiones de La Doce pero a nivel local. No hay ninguna que tenga sus contactos porque es la barra más grande, la que más mueve. La de River no llega al nivel de contacto de La Doce.
–Hay una frase de Rafael Di Zeo que cruza todo el libro: “Es herencia, herencia, herencia”, ¿cómo se obtiene esa herencia?
–Quique el Carnicero (Enrique Campos) pierde y se retira. El Abuelo (José Barritta) cae en cana y no puedo volver. Y el Rafa era íntimo amigo del hermano de Mauro (Martín), de Gaby, que era su profesor de boxeo. Pero hoy no puede volver. Es muy difícil, una vez que perdiste el lugar, poder volver. La herencia tiene que ver con que el Estado y la dirigencia deportiva los siguen usando. Sería muy fácil cortar con las barras. Cuando cae la jefatura de una barra tenés la oportunidad de limpiar todo. Porque no son tantos. El núcleo duro de La Doce son cincuenta en primera línea y con la segunda línea llegás a doscientos, trescientos a lo sumo, y con la tercera línea llegás a quinientos.
–¿Qué cambia de Quique a Mauro?
–No hay ninguna violencia que sea romántica. La violencia es violencia en sí misma. Lo que sí es cierto es que antes se peleaban para ver quién era el más guapo del barrio. Pero a mediados de los ochenta comienza a gestarse un negocio. Quique ya tenía un negocio, pero era muy chico. Cuando el Abuelo le saca la barra es por un negocio, pero mirado hoy, no tiene ninguna comparación. Barritta se manejaba en un Fiat 128; Mauro tiene un Mini Cooper y una cuatro por cuatro. Rafa tiene una casa en un country; Barritta vivía en San Justo con su familia. La explosión del fútbol como negocio llegó también a la barra brava. Y una interna por dinero es mucho más violenta que la pelea barra contra barra.
–¿El Abuelo fue el paradigma del barrabrava?
–Muchos me preguntan: ¿por qué La Doce? Porque La Doce es el paradigma de la barra. Para todos los que tienen cuarenta para abajo, el barrabrava es Di Zeo. Y para todos los que tenemos de cuarenta para arriba, el barrabrava era el Abuelo, no hay otro. Sandokán, Matute, que eran de River, no le llegaban ni a los talones. La primera fundación de una barra, la Fundación Número Doce, la organiza el Abuelo. Era el tipo que lideraba todas las comparsas que iban a los mundiales, un tipo que se casa en medio del club en una fiesta a la que van políticos.
–Su caída después los asesinatos de los hinchas de River ¿marca un cambio en el perfil del barrabrava?
–Su caída fue muy rara. La cocaína en la barra del Abuelo, debajo de él, hizo estragos. Y el Abuelo era casi un no consumidor. La mezcla de cocaína con las armas terminó destrozando lo que era la barra del Abuelo. Di Zeo la prohibió en toda la primera línea porque sabía que la droga es lo que le iba a desbandar a su gente.
–En una parte del libro, se cuenta un encuentro casual entre los Di Zeo con los Schlenker donde se ofrecen combate a puño limpio. ¿Cómo se entienden esas peleas para un negocio tan grande?
–La base del poder de una barra son los contactos con el Estado, el poder político y la policía, y los contactos con la dirigencia del club. Y tenés que tener la base de la gente, que te pide sangre. Imaginate que vos te encontrás con la barra de River y arrugás: no te respetan los de abajo. En los tres pilares se asienta el poder de una barra, cuando falla uno de esos tres, caen definitivamente.
–Es la lógica del aguante.
–Claro, tiene que estar.
–¿Hay una aceptación cultural de la barra?
–Los hinchas son más hinchas de su hinchada que de su equipo. Yo tengo una teoría: mucho tiene que ver con el desguace de los planteles. Hoy casi no te podés identificar con los jugadores de tu equipo porque a los seis meses lo venden. En cambio, el que está arriba del paraavalancha está siempre, llueve o truene, gritando.
De la tribuna de Ferro a una comisaría en Francia
Cuando descansa de los barrabravas, Grabia se dedica a la literatura de la pelota. Tiene publicados dos libros por Ediciones Al Arco, Disquisiciones sobre la habilidad (y otros relatos) y El Club del Fin del Mundo (y otros cuentos futboleros), y conduce un programa de radio, los sábados, que divulga la temática. Pero el dato más impactante es que es hincha de Ferro. Y, de algún modo, su pertenencia a la tribuna verdolaga le permite entender a los muchachos del paraavalancha.
–Yo, además, no era periodista deportivo. Al no serlo, iba a la cancha a la tribuna. Yo he viajado con la barra de Ferro, entendía más o menos los códigos de una barra chica. Por lo cual yo tenía más o menos los códigos de ellos.
Una vez, durante el Mundial de Francia en 1998, Grabia se metió en un quilombo. Los barras argentinos se había agarrado con marroquíes, argelinos y gentes de distintas nacionalidades en la plaza de Saint-Étienne. Cayeron todos presos, entre ellos, Bebote Álvarez, capo de la hinchada de Independiente, que le hizo señas al periodista para que los salve. Grabia sabía francés. Y logró convencer a la policía para que lo suba al celular.
Allí iban, entonces, los agentes franceses, los barras, y Grabia, decidido a contar una buena crónica desde adentro. Terminó en algo demasiado parecido a una prisión, explicando su inocencia y haciendo de traductor del resto. Al final, todos libres.
–Este tipo de cosas ellos las respetan mucho: el tipo habla de barras pero no habla desde la platea.
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