La violencia en el fútbol y la utilización del fascismo de algunas gradas como centro de operaciones es algo preocupante. Mes y medio después del asesinato de un aficionado del Deportivo de la Coruña a manos de miembros del Frente Atlético, nada se ha avanzado en el camino de la erradicación de los grupos fascistas de nuestros campos.
Más allá de las noticias aparecidas a escasos días de la muerte de Jimmy, poco más se ha sabido. Sin embargo, dicha tragedia ha servido para construir un discurso y avanzar en una práctica que mete en el mismo saco a ultras, hooligans, hinchas, fascistas y antirracistas, para finalmente señalar, como muy bien indica el periodista Íñigo Arza en Diagonal, “a la pasión en las gradas como culpables”.
Para comprender lo que sucede y afrontarlo hay que analizar el fútbol y su cultura. El nacimiento de este deporte está relacionado con el componente obrero de sus seguidores, que acompaña al fútbol desde sus orígenes. Componente obrero impregnado en España desde su recepción en los enclaves mineros de Huelva o Cartagena hasta su extensión a las zonas industriales del Norte, para llegar a la actual hegemonía de los equipos que residen en las ciudades protagonistas del turismo y de la burbuja inmobiliaria.
Su carácter de masas y su componente popular no han escapado nunca a la atención de las élites económicas, que han intentado siempre utilizarlo, instrumentalizarlo o controlarlo, como las Sociedades Anónimas Deportivas han facilitado. Y es esta oligarquía la que ha decidido expulsar a las clases humildes de su deporte a través del precio de las entradas, la prohibición de las gradas de pie, la proliferación de los palcos cerrados (donde la mafia ladrillera remata sus negocios), la prohibición de signos o mensajes políticos (de izquierda) o la multa a todo jugador que manifieste en el campo algún tipo de mensaje político o solidario con huelgas como le pasó al delantero inglés Robbie Fowler, sancionado por dedicar sus goles a los estibadores de Liverpool.
Y son precisamente las peñas ultras donde mayoritariamente reside ese componente obrero que de manera fiel sigue semana a semana a su equipo, y el ataque a las mismas, la expresión de un proceso de “gentrificación” del fútbol en España, de progresiva sustitución de la afición obrera por un deporte de y para las clases medias de nuestro país.
Una clase obrera que queda demonizada a través de la caricatura del discurso de la “violencia”, que pretende señalar a “esos chicos de barrio”, su forma de vestir, sus cánticos, sus tifos, como algo molesto para turistas, estudiantes acomodados o profesionales de alto poder adquisitivo, nuevo público codiciado por directivas desconocedoras de los clubes que dirigen, insensibles con la historia de unos equipos, cada vez más desconectados de los territorios y aficiones que les vieron nacer.
Solo así se puede entender la obsesión de la directiva del Rayo Vallecano contra la gran afición de este club, en especial, contra los Bukaneros, sin duda alguna, una de las mejores aficiones de Europa, de un club que no se puede entender sin el carácter obrero y antifascista de ese barrio madrileño.
Bukaneros, claro ejemplo es que no se persigue tanto “la erradicación de la violencia de nuestros campos” como acabar con todo lo que huela a “currela” de nuestras canchas.
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