Si solo fuera un partido de fútbol, no tendría mucha historia. Una victoria 2-0 del equipo de casa con un juego trabado y poco vistoso, con varios postes que le dieron emoción al encuentro. Pero si solo fuera un partido de fútbol, no sería un Boca-River en La Bombonera. Ni el periodista tendría que poner su dedo en unos detectores de huellas dactilares colocados para evitar que se cuelen los ultras más peligrosos. Ni tendría sentado al lado a Alessandro Baricco, el escritor italiano, autor de Seda, que se ha cruzado el océano solo para ver este partido y contarlo. Si solo fuera un partido de fútbol, el interés estaría en el terreno de juego. Pero en un Boca-River, y más en este Boca-River, el primero de tres superclásicos que se jugarán en dos semanas, el espectáculo está en la grada.
Los argentinos llaman ya “la trilogía de mayo” a este juego del azar. Boca, con dos goles de Pavón y Pablo Pérez en los últimos cinco minutos, ganó el primer asalto, el que tenía más impacto psicológico y menos valor competitivo. Este era por el campeonato. Llegaban empatados. Boca se pone primero, pero quedan 20 jornadas. La guerra de verdad viene ahora, donde ambos se juegan, primero en el Monumental y después de nuevo en La Bombonera, el pase a las semifinales de la Libertadores. Y ahí es a todo o nada.
Dos horas antes de que empiece el partido, las zonas de pie del estadio, donde están las entradas baratas y nadie garantiza un buen lugar, están ya completamente llenas. Bueno, no del todo, porque un grupo de ultras se encarga de dejar un enorme hueco para que entren cuando quieran los líderes de la 12, los ultras xeneizes. Suelen hacerlo en el último momento con gran estrépito, exhibiendo su poder, el que les permite dominar no solo el estadio, sino también los alrededores, el barrio y los suculentos negocios en torno al fútbol, como la reventa, los aparcamientos, la comida, los transportes.
Esta vez no estaban todos. Faltaban los jefes, sobre todo Rafael Di Zeo, el líder. El Boca-River es mucho más que fútbol. Y durante toda la semana se produjo una batalla entre el club y el Gobierno, que exigía que no dejaran entrar a los líderes de la 12 en La Bombonera por su trayectoria delictiva. El Ejecutivo llegó a amenazar con no poner un dispositivo de seguridad, lo que obligaría a jugar el Boca-River sin público. Un escándalo. Se negoció y finalmente se pactó dejar fuera para este partido a los líderes de la 12. Y el Gobierno colocó 1.200 policías para controlar un partido de máximo riesgo. Muchos de ellos con chalecos antibalas. Más seguridad que a la entrada de una cumbre de la OTAN.
Y eso que, precisamente por seguridad, no había hinchada rival. Fútbol y política están tan relacionados en Argentina que en cuanto acabó el partido uno de los candidatos presidenciales, Sergio Massa, buscó votos en esa anomalía que apena a los argentinos: estadios en los que no hay guerra entre hinchadas como antes. Massa prometió que si gana volverá a haber Boca-River con un estadio dividido a mitad entre dos hinchadas. “El fútbol es un hecho cultural, da pena ver que River – Boca, o Tigre – Chicago se jueguen sin público visitante porque nadie puede garantizar la seguridad. Es como suspender el uso de vehículos porque hay muchos accidentes”, se quejó Massa.
Dicen los veteranos que un Boca-River sin hinchada rival no es lo mismo, que es más frío. Es difícil imaginar cómo sería antes. Porque nadie puede describir un ambiente más caldeado que el de anoche. Dicen que La Bombonera no tiembla, late. El estadio de hormigón de los años 40 sufre cuando los hinchas botan gritando “dale, dale, dale, booooo”. Y se mueve. Esta noche no vibraba. Crujía. “Nos han puesto hasta la luna llena de fondo, parece un decorado”, se ríe Baricco, impresionado como todos por el espectáculo de 40.000 personas cantando sin parar y saltando, sin sentarse nunca, durante cuatro horas.
Cualquier canción conocida vale, desde Calamaro a Xuxa, para convertirla en una nueva versión para animar a Boca y sobre todo para machacar a River con ironía y mala leche. Para los bosteros (de bosta, caca de animal) River es el rico del norte –el Monumental está en el norte de la ciudad, en el acomodado barrio de Núñez, y le apodan “millonarios”- mientras ellos son los pobres del sur, donde está la Boca. Ese enemigo eterno cometió un error mortal. Bajó a segunda en 2011. Y desde entonces todas las canciones de Boca son variaciones sobre este tema. “River, decime que se siente, haber jugado en Nacional (B). Te juro, que aunque pasen los años, nunca lo vamos a olvidar. Esa mancha no se borra nunca más” cantan con una coordinación inexplicable.
El partido no parece importarle a casi nadie, salvo el resultado. Cuando Boca marca el primer gol el estadio estalla, con el segundo parece que se va a romper. Jugar bien, en un fútbol argentino que atraviesa horas bajas –difícil mantener el nivel cuando los mejores se van a Europa siendo niños- no es importante. Ninguno de los dos equipos lo intentó mucho. Y eso que el vasco Arruabarrena, el entrenador de Boca, sacó en la segunda parte al exmadridista Gago, al que en principio iba a reservar para la Libertadores, para buscar un poco más de fútbol. Se animó algo el partido, pero siempre con una imprecisión después de otra. Boca dominaba, buscaba el gol más que River, pero nadie lograba terminar una buena jugada.
Da igual. Un Boca-River es un teatro en el que el gran protagonista es el público. Los jugadores participan a su manera. No ponen mucho fútbol pero sí emoción, y pelea. Y de vez en cuando se tiran de manera escandalosa e injustificada al suelo y así calientan aún más a la grada. Y allí, en las tribunas, hay decenas de personas colgadas de las barras instaladas para evitar avalanchas que ni siquiera miran el partido. No están allí para eso. Ellos se giran hacia la grada, y organizan los cánticos. Porque todos saben que el espectáculo de verdad está lejos del césped.
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