Cuando los Celtics de Larry Bird jugaron en Madrid el 24 de octubre de 1988 en el Open McDonald's seguramente sería un verdadero incordio para la estrella blanca de Boston y también para los propios aficionados estadounidenses que pensarían quiénes son esos de blanco. Más o menos lo mismo estiman, desde una superioridad injustificada, los seguidores del Sevilla y del Barcelona. ¿Qué pinta una Supercopa de Europa entre dos equipos españoles en Tiflis, Georgia, a 5.500 kilómetros?
La respuesta llegó en la propia calle, con apenas seguidores de verdad de ambas escuadras. Algunos azulgrana y sevillistas se paseaban por el Old Tbilisi, debajo de la muralla que distingue a la caótica capital georgiana. En el cruce entre seguidores de unos y otros, en la calle Erekle, todo se limitaba a una deportiva disputa por ver quién gritaba más fuerte y en ese sentido los sevillistas, sobre todo los que tomaban unas cervezas en el restaurante Pastorali, eran claramente vencedores por el mayor número de decibelios.
Eso sí, donde se imponía con rotundidad el Barcelona era en el número de camisetas. El problema, o la alegría para quienes controlan el tema del merchandising, es que los seguidores que lucían las elásticas azulgrana, casi ninguna de rayas horizontales, habían nacido en territorio español. Bastaba con alargar el paseo para cruzar algunas palabras con esos aficionados, que no hinchas por supuesto, y preguntarles la procedencia. Ahí van los países de los que se cruzaron con este enviado especial. Armenia, Azerbaiyán, China, Georgia, lógicamente, Israel, Kazajistán, Kurdistán, Polonia, Qatar y Turquía.
Un total de diez países, aunque seguro que serían algunos más los que se habían desplazado desde los alrededores de esta Georgia. La UEFA había ganado su partido en su intención de expandir la venta del producto fútbol, pues lo que pretende es precisamente esto, que el balompié se siga en más países que no están acostumbrados a ver a Messi o Krychowiak, por citar a los futbolistas más destacados de cada uno de los finalistas.
Particularmente llamativa era la expedición que integraban Pavel Kolodziejski y tres seguidores más polacos, de los nacidos en Polonia y no en Cataluña, uno de ellos con una estelada en la camiseta que no sabía ni qué significaba.
Ni que decir tiene que las gradas vivieron el partido como un teatro, con apoyo al mediático Barça y griterío de admiración hacia los azulgrana, pero eso qué más les da...
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